31/10/2017
31/10/2017

Parábola de un huacho moderno

 

Es pasada la medianoche y cuatro jóvenes borrachos atraviesan un parque a oscuras. Madrugan tambaleándose en su embriaguez, extraviando el curso de vuelta a sus casas. En eso cruzan con un muchacho tumbado en el suelo en calidad de bulto, “apagado de tele”, al que utilizan para matar el tiempo. Después de golpearlo y zamarrearlo con inclemencia continúan su rumbo errático, sin antes coronarlo con un certero botellazo en la cabeza.

 

Al día siguiente viene la resaca y sus consecuencias. El apaleado se encuentra en riesgo vital y la prensa centra su atención en dar con los autores de tamaña paliza. Mientras Jesús, protagonista de este relato, carga con la cruz del remordimiento. Temiendo que el mundo se le venga abajo quiere huir pero sabe que es cómplice de un hecho macabro. Pronto el agredido morirá y Jesús tendrá que encargarse de sus pecados. Lo hará confesándolos a su padre, a quien conoce apenas y de quien ha recibido un adoctrinamiento severo antes que una crianza ejemplar.

“Me interesó mostrar una relación padre-hijo en el contexto social actual. El primero, la personificación de una figura patriarcal forjada en la tradición, nacida en dictadura; el segundo, un muchacho concebido en democracia, carente de una estructura familiar estable, huacho por definición. El crimen los obliga a acercarse pero el diálogo es infructuoso, pues no tienen las herramientas para hacerlo”, cuenta Fernando Guzzoni, director de Jesús, su tercer largometraje, recién estrenado en salas locales.

 

La película abre con Jesús y sus amigos dando la vida en una competencia de pop coreano, estableciendo un firme vínculo de pertenencia hacia una tribu urbana importada desde el extranjero que dibuja el paisaje del Chile actual. ¿Qué hay detrás de este proceso de mestizaje intercultural?

 

Hay una generación, la de ahora, híper influenciada, que tiende cultural y estéticamente hacia lo oriental, que manifiesta conductas híbridas en lo musical y en lo sexual. Son muchachos del mundo medio, medio-bajo, permanentemente invisibles a ojos del establishment, que en contra respuesta a esa indiferencia se apoderan de los espacios públicos, estableciendo algo así como una nueva polis, donde bailan, se drogan y tienen relaciones impudorosas.

La película es dura de mirar, visceral, emparentada en crudeza a Carne de Perro, tu cinta anterior ¿Qué buscas producir en la audiencia con tu cine?

 

Creo que la violencia en el cine se ha banalizado por consecuencia de la industria del entretenimiento norteamericano. Ya nadie se escandaliza con ésta, todos la miran sin detenerse ni pensarla. Mi objetivo no es maniqueo, es más bien mostrar algo violento que ocurre a diario, con todo lo abyecto y crudo que pueda ser, para así emplazar al espectador a preguntarse por qué no le gusta ver este tipo de violencia.

Sin ánimo de comparar, la otra película chilena que tomó el caso Zamudio como inspiración centraba su atención en los efectos que acontecían sobre el padre de la víctima de los hechos. Tú optaste por acercarte al progenitor de la contraparte. ¿Cuál fue tu motivación por aproximarte a este otro extremo?

 

Mi película plantea otros temas. No me interesa hacerme cargo de la realidad pero sí construir mi propio mundo en torno a esta. Investigué sobre los asesinos de Zamudio, el lado más incómodo del caso, y llegué a la conclusión que estas cosas surgen porque detrás hay un vacío social que las impulsa, manifestado aquí por una figura paternal fantasmagórica e intermitente, que no enseña ni ofrece respuestas.

 

 

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