Cuesta tantísimo escribir de Cuba.
Más bien dicho, escribir bien de Cuba; porque escribir de Cuba es tan fácil que es imposible.
Imposible no caer en el las fauces del cliché y en la seducción del sobajeo barato, deshonrando todo lo que pasó entre dos enamorados estivales.
Observen que quienes más se enamoran de la isla, más reticentes son a verbalizar sus encantos, o muy por el contrario dedican su vida a hacerlo. Matrimonio o nada.
Pero aun así para quienes la pisan, sueñan o aborrecen, Cuba existe. Si no como realidad, al menos como la idea de un distante enredo sensorial.
Como un trapo salado, empapado de sexo, sudor y lágrimas; o el simple lambido del mar.
Como un mango adolescente cuyo mismo dulzor se vuelve la precoz acidez de su putrefacción, goteando de a poco su almíbar y acabando de golpe contra el piso.
Ese tortuoso y sudado mulato ruidoso que llora a carcajadas.
Ojo por ojo, lengua por lengua.
Ni Fideles ni Fulgencios. Sino Alejos y Lezamas, Reinaldos y Dulce Marías. Letras y letras, mares de letras conforman este deslenguado infierno tropical.
De letras está hecho y por eso resulta sacrílego re-hacerlo.
Por eso aquí, la boca se vuelve oído y la mano se vuelve ojo.
El escritor se vuelve lector
Y el actor se vuelve audiencia.