14/03/2019
Texto: Gowosa Ilustraciones: Toto Duarte Fotografía: Len Hurtado
Texto: Gowosa Ilustraciones: Toto Duarte Fotografía: Len Hurtado
14/03/2019

Habitando una existencia fluida

Por lo general, en el Festival de Cine de Valdivia se celebran los estrenos de las películas nacionales en fiestas poco glamorosas y con cervezas calientes. Un año me invitaron y partí con una exagerada tenida, lleno de ilusiones como un novato del cine. La película era sobre una mujer transexual y su recorrido para conseguir el dinero y hacerse una vaginoplastía. La actriz era trans y la película tenía muchísimo de su vida: una mezcla de ficción y documental. Ella llegó tarde a la fiesta, transformándose rápidamente en el foco de atención; tomando, riéndose fuerte, fumando cigarros de otros.

Bajé abrumado entre tanta gente que trataba de brillar en un mismo lugar. Ella me siguió y me pidió un pucho. Nos caímos bien después de fumarnos varios. Al rato, sus amigos bajaron a buscarla y nos despedimos, pero se volvió para decirme algo que no voy a olvidar nunca: “Déjate de hueviar, hueona: ponte tetas, un par de tacos y déjate el pelo largo. Te veríai tan bien de mujer… Erís hermosa”. Se fue. No pensé que esa frase iba a revolucionar tanto mi vida. Quizás ella tampoco. Alguien por primera vez puso en palabras algo que muchas veces me había preguntado en silencio.

A los 15 años “salí del clóset” en un contexto más tradicional que conservador. Recuerdo ese momento y me pregunto de dónde salió toda esa seguridad para pensar -siendo solo un adolescente- que tenía tan resuelta mi identidad, sin saber que le daba paso a la gente para que creyera que podía opinar sobre lo que me ponía o cómo me comportaba, con quién y cómo me acostaba. Pero era otro contexto, y las identidades de género no eran tema de conversación. De hecho, no supe hasta la época universitaria qué era ser una persona trans, y menos sabía sobre las identidades disidentes.

Con el tiempo he ido comprendiendo que para mí también era necesario entrar en esa “norma anormal”, en ese formato de hombre gay. Una etiqueta es más fácil de reconocer a esa edad que intentar responder quién eres. Y no fue hasta que me autocomprendí como una persona no binaria y de género fluido que logré captar que, desde la etiqueta de gay, estaba decidiendo dejar de expresar toda esa feminidad que existía dentro de mí y que fue callada por el violento bullying que recibí de niño, el que me hizo abandonar un colegio y tener miedo de ir al baño de hombres.

Ser femenino significaba que se notara mucho “qué» era, y no era necesario ser tan evidente. Ser femenino significaba que los otros preguntaran más, que no entendieran. Cuando notaba que al resto le incomodaban mis salidas “de loca”, mis gestos exagerados o el aspecto andrógino, inmediatamente volvía atrás; a lo más normado posible, a vivir en la represión. Para un entorno mayormente heteronormado y cisgénero era más sencillo aceptar a un hombre gay que se comportara como un hombre debía: desde la masculinidad. Y eso sí que trasciende el contexto, porque ese machismo que pareciera ser silencioso, sigue dando vueltas entre nosotres (y varios perfiles de Grindr): no locas, no plumas, no femeninos. No, no, no.

 

 

Casi dos años después de que esa actriz me dijera que era hermosa, y que por primera vez alguien me tratara con el género femenino desde el respeto y no como un insulto, fue que logré empezar un camino que muchos creen que es una transición pero en realidad para mí solo ha sido mostrar quien siempre estuvo dentro de mí.

Creo que lo terminé de entender cuando una noche, desconsolado, le dije al amor de mi vida que no sabía qué me estaba pasando porque no sentía que era hombre, pero tampoco mujer. Él me hizo ver que eso era algo físico, una carcasa: a él le enamoraba mi interior. Y eso era lo que yo tenía que aprender a amar también.

Después de esa noche aparecieron nuevas preguntas. Si no me identifico como mujer ni como hombre, entonces ¿Qué soy? ¿Dónde quepo? ¿Con quiénes comparto esta identidad? Las respuestas empezaron a llegar solas. Y desde que me atreví a visibilizar cómo me siento, he ido atravesando diferentes estados, pues entender que mi género se traspasa entre lo femenino y lo masculino ha sido desafiante de experimentar. Derrocar una cultura acostumbrada a lo binario, a la comprensión del género como estrictamente masculino o femenino sin posibilidad de explorar ambos no es sencillo cuando aún hay personas que todavía no comprenden las identidades trans siquiera.

Ser no-binario engloba justamente una no-etiqueta, por lo que es raro tener que darle un nombre para que se entienda. Que mi género discurra entre lo femenino y lo masculino con libertad me significa una contradicción muchas veces: habito ambos de manera ambivalente y, al mismo tiempo, los deshabito. Me quedo sin un lugar frente a las dos puertas del baño o ante las preguntas de si soy hombre o mujer. Esta vivencia ha significado el replanteamiento de etiquetarme desde la deconstrucción. También de tomarme un poco menos en serio: creo que no sabemos muy bien quienes somos, sino solamente quien queremos estar siendo.

Sin darse cuenta, a muchos les cuesta vincularse con este alguien que ha decidido voluntariamente renunciar al privilegio que me daba ser un hombre blanco cisgénero para entrar a esta nueva existencia: esta “mujer fea” como me han llamado, a esta “cosa espantosa”. Exponerme nuevamente significa que puedan preguntar, mirar, juzgar. Permite que los hombres se espanten cuando me ven en su baño (que solo uso cuando el de mujeres está demasiado lleno), o cuando me saludan con un fuerte apretón para reafirmar su masculinidad por sobre la casi inexistente mía.

 

Pero también expresarme así me ha permitido conocer la sororidad, ese cariñoso abrazo implícito de otra mujer que entiende lo que es estar al margen o que no te dejen terminar una frase mientras hablas. De cambiarte de vereda en la noche cuando viene un grupo de hombres caminando hacia ti. También me ha hecho comprender el feminismo y mi aporte en él, como una lucha sobre el género que va más allá de lo exclusivamente propio de la mujer, donde quienes hemos sido excluides podemos encontrar ahí fuerzas para avanzar.

Dejarme fluir en el género me hizo fluir en la vida. Permitió que apareciera una nueva manera de entender la belleza; mi belleza. También el cariño de personas que con miradas, saludos y con algunos likes tratan de hacer frente ante la sensación de soledad que he sentido muchas veces en este camino de ser yo misme. Encontré el activismo y el sentido que tiene la experiencia personal en él. Me he sentido inspirade y he podido inspirar a otros.

Y claro que aún me pregunto a quién le sirven esas etiquetas. ¿Son para que nosotres entendamos quienes somos o para que el resto pueda comprender? Creo que es un poco de ambas. Sé que es una respuesta acuosa, pero ¿no es quizás nuestra existencia un poco así? Para mí han significado, una y otra vez, replantearme, cuestionarme. Convencerme de que la identidad no está nunca definida ni completa.

Pero para las personas que viven en un privilegio desde la hetero/cis norma es, por lo general, un puente para la expresión de odio, la imposición moral sobre cómo vivir nuestras vidas y el preocupante permiso que se dan para discriminar, oprimir y rechazar, cuando podrían ser utilizadas para hacer explosionar sus cabezas, aprovechando la oportunidad de vincularse con otras existencias. No saben de qué se están perdiendo: porque dentro de cada cuerpo trans, de cada género disidente, de cada lesbiana camiona, de cada cola fuerte, de cada etiqueta de la diversidad hay un viaje de autoconocimiento maravilloso, acompañado de las más intensas emociones. Hay lágrimas de frustración y de emoción. Sobra valentía y fuerza. Habitamos una existencia libre, que siente orgullo y ganas de decir basta de etiquetarnos para clasificar algo que no tiene norma. No hay nada más preciado que todo aquello que nos hace diferentes.

Al final no me puse tetas, como me dijo la actriz. El pelo sí me lo dejé largo y los tacos los saco de repente. Tampoco me siento hermosa. Quizás un poco hermose. Hace un tiempo, cruzando la Alameda, nos topamos otra vez. Ella me quedó mirando. Mi pelo ya estaba largo, los labios pintados y caminaba sin pretensión de virilidad. Sé que se dio cuenta de quién era ahora: la forma más auténtica que he encontrado de ser quien soy.

 

 

 

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