Reportaje
16/09/2020

Solas en casa: crónica de un aborto en pandemia

Paulina acomodó su notebook en la cama y se miró por última vez al espejo antes de empezar la videollamada. El 18 de junio cumplió 30 años y decidió hacer una reunión virtual junto a su familia. A medida que se incorporaron los participantes a la celebración, su mirada se enfocó en su hermana Josefa, a quién no veía hace meses producto de la pandemia. Se veía pálida, sin expresión, como una calavera.

 

Tiempo después se enteró que Josefa, su hermana mayor, había sido abusada y necesitaba abortar. Entre la desesperación y una cuarentena, encontró misoprostol en el mercado ilegal. Y, por primera vez, fue acompañante en un aborto.

 

 

Josefa (32) vive en Santiago. Trabaja en una empresa en el barrio alto y hace cinco años logró la independencia al comprarse su departamento. Desde pequeña ha sido definida por sus pares como la hija modelo, una ejemplar hermana mayor y de quien siempre se esperan grandes logros; buenas notas en el colegio, becas en la universidad y un excelente futuro laboral. La ídola de Paulina.

 

Cuando el 18 de marzo el gobierno decretó Estado de Emergencia por la crisis sanitaria producto del aumento de casos de COVID-19 en el país, la vida de Josefa y de millones de personas cambiaron totalmente. Ya no salió más de su casa para trabajar y con su hermana tuvieron que dividirse las responsabilidades familiares: una cuidaría a la abuela y la otra se encargaría de las necesidades de los tíos. Josefa optó por esta última.

 

Paulina era la única que no recibía visitas de su hermana, para evitar exponer a su abuela que tiene más de 90 años y vive con un avanzado deterioro de salud que la mantiene postrada. Solo se comunicaban por el celular: videollamadas y mensajes, todo el tiempo. Hasta que en mayo, Josefa se alejó gradualmente de sus redes sociales y cada día se distanció de los demás. “Ahí, de inmediato, me di cuenta que le pasaba algo, pero según ella no le pasaba nada”, cuenta Paulina.

 

Aquella intuición fue corroborada cuando, a través de la pantalla, las hermanas se vieron las caras. Para Paulina, ver a Josefa fue como estar en una película de terror. Sintió miedo y angustia, porque sabía que algo malo estaba sucediendo, pero no sabía qué era. Se preocupó y, desesperada, buscó respuestas. Primero, Josefa le contó a su hermana que fue víctima de abuso en la calle, sin dar más detalles. Luego, en una conversación le comentó que había sido en la madrugada. “Yo le dije: ¿En qué momento si estamos en cuarentena? Y ella me respondió que se equivocó, que fue como a las siete de la tarde. Me di cuenta que estaba mintiendo, así que le dije que se tomara su tiempo”, menciona Paulina.

 

Ansiosa y preocupada, sin querer interferir en los procesos de su hermana, Paulina se sentía de manos atadas y decidió ir a visitarla, con la excusa de llevarle comida. Sacó un permiso y compró algunos abarrotes. Cuando llegó, Josefa estaba en pijama, con el computador cerrado y la cama desordenada. Llevaba días sin trabajar. “Solo la abracé y le dije: tranquila hueona, agarra tus cosas y te vas conmigo. Quiero estar contigo, no para hablar, sino porque quiero estar contigo todo el rato”, cuenta Paulina. Josefa guardó su computador y algunas prendas en un bolso y se fue junto a su hermana sin titubear.

 

A medida pasaban los días, Paulina analizaba la rutina de su hermana: la televisión prendida todo el día en la habitación, sus pasos a mitad de la noche, idas a la cocina y al living sin razón aparente y duchas a las 3 de la madrugada. Sin poder dormir por el ruido, iba a la pieza de Josefa y se quedaban conversando en la cama. Una noche, sus emociones explotaron. “’¡Ya no soporto esta hueá!’ me dijo llorando. Me acosté con ella y me contó todo lo que yo no sabía”, dice Paulina. La primera semana de mayo, Josefa fue a la casa de su tía a llevar mercadería. Allí fue abusada sexualmente por el esposo de la hermana de su mamá, y quedó embarazada. Josefa escondió aquel secreto por más de dos meses, atemorizada y destruida.

 

Según Viviana Díaz, de Con Las Amigas y en La Casa, durante la pandemia “ha aumentado la violencia machista hacia las mujeres, especialmente la violencia física y sexual, y junto con esto, incrementaron los embarazos no deseados.” Y tal tormento lo vivió Josefa en carne propia.

 

“Sentí una desesperación tremenda, reviví mis propios pasados, porque hace muchos años también viví una situación de abuso y nunca fui capaz de contárselo a nadie, porque siempre se nos pone en duda, y eso da temor, admite. Paulina escuchó atenta cada detalle del relato de su hermana y se estremeció. No quiso preguntar nada y la abrazó. Durmieron juntas esa noche.

 

Al día siguiente, Paulina se encargó de preguntar en grupos y comunidades feministas de internet sobre el acceso a pastillas. Durante tres días no encontró nada, y al cuarto llegó a contactos que vendían misoprostol: 200 mil pesos la dosis incompleta, 240 mil los doce comprimidos. “Yo había publicado en varios lados que necesitaba ayuda para abortar, y a través de Facebook me contactó una enfermera y me dijo que no comprara por ningún motivo en el mercado negro, porque hay desabastecimiento y lo más seguro es que me vendieran pastillas falsas. Ahí no supe qué más hacer”, relata Paulina. No obstante, a pesar de las pocas esperanzas que tenían las hermanas de encontrar un dato seguro, siguieron buscando en espacios únicos de mujeres. Y el milagro ocurrió. Después de una semana, Paulina recibió una solicitud de mensaje vía Messenger. Una mujer le escribió: “vi tu publicación, yo puedo ayudar a tu hermana”.

 

Un grupo de funcionarias de salud de un hospital público que por seguridad mantienen su nombre en anonimato, conforman un colectivo de ayuda y acompañamiento a mujeres que necesitan abortar de forma clandestina. Ellas se contactan con quienes requieren el apoyo, ya que no cuentan con redes sociales ni nada que las vincule públicamente a lo que realizan. Tal ayuda se le presentó a Josefa y Paulina.

 

El colectivo propuso dos opciones: acompañar personalmente a Josefa durante el aborto, o entregarle las pastillas para realizar el proceso en la casa, con la condición de que se les mantuviera constantemente informadas. Josefa y su hermana optaron por hacerlo en el hogar. Juntas, y sin que nadie más supiera.

 

Cuatro pastillas sublinguales que se disuelven en media hora, un sabor amargo que entumece la lengua. Tres horas después, se repite el proceso. Ni Josefa ni Paulina comieron durante ese largo día. Pasaron la jornada completa en la cama, conversando y escuchando música.

 

Cerca de las 12 de la noche, el dolor se intensificó. Aún faltaba la última dosis, pero los cólicos eran insoportables. Sudor y lágrimas. “Mi hermana se puso pálida y sintió ganas de vomitar. La intenté calmar. Pensé que si vomitaba, todo esto se iba a la mierda”,  recuerda Paulina. Finalmente, minutos después, Josefa, con las manos temblorosas acomodó las últimas tres pastillas bajo su lengua. Su cuerpo se debilitó por completo.

 

Una hora más tarde, Josefa sentía frío, pero su cabeza quemaba de calor. Y entre la respiración agitada y el miedo, no se percató que estaba sangrando. Juntas se pararon al baño y se encerraron con pestillo. Tejido y coágulos. Y mucho dolor. Seis días se mantuvo el calambre en la zona abdominal. Y cuando éste cesó, Josefa decidió denunciar. Acompañada de Paulina se dirigió a comisaría y entró sola al cubículo, donde una carabinera tomó su relato.

 

 “¿Tienes pruebas?” preguntó la carabinera cuando Josefa terminó de hablar. No había otra prueba más que su experiencia y sus palabras. Y eso para la policía era insuficiente. “Te llamaremos cuando existan actualizaciones de la denuncia”. Hasta el día de hoy, ninguna autoridad se ha contactado con ella.

 

“La pesadilla de estar embarazada de un violador se acabó, pero las demás no. La Jose aún siente culpa. Desde niña que siempre ha soñado con la maternidad, pero no de esta manera. Entonces abortar, anhelando tener un hijo algún día, es terrible”, cuenta Paulina.

 

 

 

La decisión

 

Según el significado bíblico, la serpiente es el animal más astuto de la naturaleza, pero también el más solitario. Y después de una tarde entera en un estudio de tatuajes, Joselyn (22) lleva ahora una en su brazo. Es el quinto de todos sus tatuajes, y el primero después de la experiencia más terrible de su vida.

 

Un mes en cuarentena, un mes desde la última menstruación. Conforme pasaban los días, Joselyn se dio cuenta que algo estaba mal; nunca se atrasaba en sus fechas y los dolores en los pechos se ponían cada vez más molestos. Le avisó a su pareja de hace más de dos años, se juntaron afuera de la farmacia Doctor Simi y compraron un test de embarazo. Pagaron 1.990 pesos.

 

Encerrada sola en el baño de la casa de su pololo, esperó hasta que el test indicó el resultado. El cronómetro del celular sonó y luego de un suspiro, miró el test: positivo. Por minutos, sentada sobre la tapa del baño, observó la prueba de embarazo, incrédula, como si de una broma se tratara. Se levantó y subió a la pieza donde se encontraba su pololo y, sin poder explicarle verbalmente lo que estaba ocurriendo porque el llanto no le permitía hablar, le mostró las dos rayas que marcaban el test. Se abrazaron fuertemente.

 

“No quería ser mamá. No podía. Estamos en una pandemia”, relata Joselyn. Su novio, al ver su desesperación, le dijo que cualquier decisión que tomara él la iba a apoyar. Y el aborto fue la única opción que se presentó. No hubo oportunidad para pensar en otra. Era la decisión más sensata para ambos.

 

Sin dinero, comenzó a buscar en páginas feministas dónde conseguir misoprostol. Consultó y consultó, pero no obtuvo respuesta. Algunos sitios solo entregaban indicaciones sobre cómo abortar, mas no los datos donde conseguir las pastillas. La desesperación carcomía sus emociones. “No quería dejar pasar más tiempo, pero nadie me respondía”, cuenta.

 

Si en Chile ya es difícil abortar por la falta de protección y legislación, durante la crisis sanitaria la situación se volvió aún peor. El colectivo Línea Aborto Libre indica que durante la pandemia el escenario cambió radicalmente, y aumentó la demanda y necesidad de las mujeres para interrumpir embarazos. Según sus cifras, desde marzo han recibido 30 llamadas y 40 correos por semana. Y a pesar de que han logrado cubrir la demanda en la entrega de información y apoyo, el desabastecimiento y las estafas que ha provocado la falta de misoprostol durante la cuarentena, dificultaron totalmente la tarea de acompañamiento, y por supuesto, del aborto mismo.

 

Finalmente, por medio de amigas que también buscaron a través de grupos exclusivos de mujeres en Facebook, Joselyn encontró un contacto. El valor de las 12 pastillas sobrepasaba los 200 mil pesos, y junto a su pareja solo contaban con 140 mil, así que compró ocho pastillas. La dosis incompleta.

 

“Desde hace muchos años existe un mercado ilegal que lucra con la salud y el miedo de las mujeres. Este mercado vende medicamentos a un precio elevado e inalcanzable, y algunas veces dosis incorrectas, generalmente inferiores a las que se necesita y con eso se pone inmediatamente en riesgo la salud de las mujeres”, comentan desde Con Las Amigas y En La Casa. Para Viviana Díaz, del mismo colectivo, “la falsificación de medicamentos para abortar y los precios elevados de ellos son un grave atentado a la salud pública y a los derechos humanos de las mujeres”.

 

Al día siguiente de haberlo contactado, Joselyn se reunió con el vendedor de misoprostol en una estación de metro. Ansiosa, apenas recibió las pastillas y entregó el dinero quiso irse de ahí, pero el hombre la retuvo. “Me aconsejó siempre ver el envoltorio para saber que no me están estafando, regañándome porque me estaba yendo sin revisar. Tuve suerte que él fuera así”, menciona.

 

Ya en casa de su pareja, Joselyn decidió esperar el día siguiente para realizar el aborto. Aquella noche la pasó en vela. Mientras su pololo dormía, observó el techo, oscilando entre la culpa y el miedo, hasta que el reloj indicó las 9 de la mañana.

 

“Desperté a mi pololo y me puse cuatro píldoras bajo la lengua, esperé que se disolvieran por media hora. Tres horas después hice lo mismo con las otras cuatro. Creo que ha sido la experiencia más extraña y temerosa, todo ese transcurso fue muy fuerte para mí”, cuenta Joselyn. Toda la mañana esperó junto a su pareja, y aún sin tener síntomas ni reacciones físicas, decidió irse a su casa. Quiso vivir el proceso sola.

 

Luego de 15 minutos de viaje en colectivo y sintiendo un calor en el cuerpo que poco a poco empezaba a quemar, llegó a su casa, saludó a su mamá y se dirigió rápidamente a su pieza. La familia de Joselyn es evangélica, por lo que en su casa no se menciona el aborto. Es un pecado. Algo indiscutible. Decaída y con una fiebre que superaba los 38 grados, Joselyn estuvo acostada en su cama sin hablar con nadie, esperando que algo sucediera. Pero el tiempo pasaba, y con él  aumentaba el dolor y el temor.

 

A las 10 de la noche el dolor era insoportable, entre puntadas y retorcijones que se extendían por todo el cuerpo. Se levantó de la cama y silenciosamente fue al baño. Todos los integrantes de su casa se encontraban en sus respectivas piezas. “Fui al baño y sangré muy poco. Me dio pánico. Me sentía súper mal, solo pensaba en que no quería desangrarme y llegar a urgencias. Sentí culpa, mucha”, cuenta la joven.

 

Volvió a su cama. Habían pasado más de 12 horas desde que las pastillas se disolvieron en su boca y aún no abortaba. Cerró sus ojos en un intento fallido por dormir y acelerar el tiempo, pero los dolores no lo permitieron. Otra noche que pasaría sin poder descansar. De reojo miraba el celular iluminar el dormitorio con cada notificación de mensaje, pero no quiso responder ninguno. “Por decisión propia quise hacer todo sola. No quise hablar con nadie en ese momento. Viví el proceso sola. Siempre he apoyado el aborto libre y siempre lo haré, pero cuando una lo hace es todo distinto, es muy fuerte y solitario, porque está prohibido y sientes que todos te van a juzgar. La sociedad, la ley, tus cercanos y tú misma”, cuenta Joselyn.

 

En silencio, con la mirada puesta en el techo, las lágrimas corrieron por sus mejillas. Tristeza, culpa y miedo. Avanzaban las horas y aumentaba el dolor. Y cuando perdía las esperanzas de que el proceso acabara pronto, una fuerte aflicción en el centro de su pelvis la retorció en posición fetal. Se levantó de su cama con las piernas temblorosas y fue al baño otra vez. Todo se manchó de rojo. “Un coágulo circular. Leí que eso era lo que debía salir. Di la cadena y me calmé. Pero luego pensé: ¿y si aún falta?”, relata entre suspiros.

 

Sophia Tapia, química farmacéutica del Laboratorio Chile, indica que “el uso de misoprostol es, originalmente, para inhibir el ácido gástrico en tratamientos de úlceras, sin embargo posee una molécula que provoca acciones en el cuello uterino, dilatando la zona y debilitando los fluidos, por lo que se produce un desprendimiento del óvulo”. No obstante, su uso sin supervisión y/o una dosis incompleta aumenta el riesgo de hemorragia y endometritis, lo que puede desencadenar en una anemia grave y la muerte de la paciente.

 

Luego de esa noche el sangrado se detuvo. El dolor en el útero duró dos días, cargado de puntadas y espasmos. La fiebre bajó al día siguiente, pero la debilidad corporal se mantuvo por una semana. El recuerdo y la imagen son imborrables. Y el dolor emocional pareciera aumentar cada día.

 

Esta experiencia cambió la vida de Joselyn por completo.  “La mayor parte del tiempo estoy triste, sin motivación. Desde que esto ocurrió, me apagué”, admite. No obstante, a poco más de cuatro meses de abortar, Joselyn no se arrepiente de su decisión. Pero confiesa que algo faltó en ese proceso: vivirlo acompañado de su mamá.

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