Columna
11/11/2021
Texto: Delfina Harms
Texto: Delfina Harms
11/11/2021

Somos una teleserie de Vicente Sabatini

La herida transversal que nos propone la autora en esta crónica sobre Pampa Ilusión y las rupturas, no solo nos invita a recordar una de las mejores teleseries transmitidas por televisión chilena, sino que también nos lleva de la mano a desanudar lo que tenemos de Mr. Clark, Carmencita, Inés, o cualquiera de los personajes de la serie en nosotrxs mismxs, en nuestra historia, en un Chile que -en palabras de la autora- es la punta más desolada del culo del mundo, y sobre todo, en la honesta compañía que por tantos años nos regaló Vicente Sabatinni.

 

 

Hace tres meses tuve que desprenderme poco a poco de mi vida, como un parche curita de una herida que no sana, excepto que la herida era otra persona, y el parche curita era yo. En tal estado de cosas, y acosada por un bloqueo lector que no logro sacudirme desde el estallido, decidí hacerme acompañar por Vicente Sabatini y la época dorada de las teleseries chilenas. No hablo aquí de ‘Brujas’, ni de ‘Adrenalina’. No. Hablo de las grandes producciones del Canal 7, que se tomaron Chile durante los ’90 y ‘2000, no solo desde la descentralización, también desde lo político, los bordes, los rincones de la repartija humana que pobla este país. Partí con ‘Oro Verde’, la teleserie ecologista que me hizo llorar de nostalgia cuando busqué un camping para volver a los bordes del lago Caburgua y vi que estaba desapareciendo. Luego ‘Iorana’ y la apuesta tipo opereta en que un mismo personaje se hace pasar por un médico, un franchute pasao pa la punta y un arqueólogo moribundo. La pasé increíble. Le escribí a mi hermana, le dije, “terminé ‘Iorana’, ahora ¿qué sigue?”. Su respuesta, categórica: ‘Pampa Ilusión’.

 

Tenía ganas de algo más antiguo, tipo ‘La sombra del Ángel’, ‘Sucupira’, ‘Tic-tac’, sumergirme más profundamente en el morbo de ver a mis actores y actrices favoritxs cada vez más jóvenes. Desconocer, consumir algo alejado de mí, de mi realidad, de las cosas que pasan en este Chile. Pero ella insistió, me dijo, “es la mejor teleserie que se ha hecho, de verdad”. Mi hermana nunca toma posiciones tan enérgicas. Pero yo no quería la pampa, el polvo, esa teleserie tan anaranjada y seca. Me insolaba de solo pensarlo. Y, sin embargo, me sentía incapaz de tomar una decisión por mi cuenta, así que puse el primer capítulo, con la inocencia de quien no sabe que su corazón no está preparado. A pesar de las palabras del propio Sabatini –“son, al fin y al cabo, historias de amor”- la teleserie parte de abajo: los obreros chicoteados, buscando la manera de comunicarse con sus superiores antes de una tronadura de dinamita, explosión cruzada con los gritos escandalosos de Mr. Clark, dueño de la salitrera, que llama a su hijo Manuel. No hay señoritas, platinados, rosas ni sombrillas. Hay un forado, la tierra decayendo, un imperialista con diabetes, una herida transversal.

 

 

No pude evitar hacerme cargo. Me remontó sin remedio a hitos de mi vida que no había sabido despejar: no había madurado la diferencia que hay entre ir a una marcha por la Alameda, y tomar acciones reales en pos de una causa que trasciende de mi propia realidad. Pero lo hice, como muchxs, el 2006. Ese fue el año de mi primer amor, y de un esguince en el pie por saltar del techo de mi colegio, arrancando de un ataque neonazi. Fue el año en que esa muralla de miedo que nos separa de lo desconocido se me hizo piel y avancé. Ahora, muerta de susto de los pacos y de los hombres, me remecí viendo a la Amparo Noguera unirse a la manifestación de los particulares del salitre, abandonando su condición de mucama en la casa del enemigo. Verla cruzar la reja forjada que protegía su entorno, su desclasamiento forzado. Cómo desanudar en mí las pasiones que nos hacen desprendernos del yo, y cómo perderles el miedo.

 

Mr. Clarkes un asco. Escupe al hablar, pasa toda la teleserie en cama, cada piyama es más espantoso que el anterior, todos le temen y está tan convencido de sí mismo que llega a enternecer. Solo un segundo. Luego vuelve el asco. Mientras él gritonea a Manuel, en el tren viene Inés, su hija no reconocida, a presentarse ante él como médico titulada y, dicho sea de paso, la encarnación de la fortaleza de espíritu que reclama verdad. Dos asientos más adelante y sin conocerse, viaja ClaraMontes, recién llegada de París, con un corte de pelo engominado, masculina, uñas provocadoramente fucsias y un cigarro tras otro. Parecieran ser dos caras de un mismo extraterrestre aterrizando con inocencia en la punta más desolada del culo del mundo. Inés, silente y juiciosa. Clara, gritona y sensual. Ambas resistentes al prejuicio, a la injusticia, a las clases sociales y al amor. Me cuesta trabajo hallarles un espacio a los discursos de ambas en el Chile de los ‘2000. Y es que Sabatini sabe jugar a contextualizar lo descontextualizado. Parece una trampa, un manifiesto de principios que obedece a la primera mitad del siglo XX, pero cómo negar la vigencia de esa brutalidad. El código es neutro: no se habla jamás de sindicatos, del levantamiento obrero ni de imperialismos. Una clave discreta en lo político, que olvidó dejar fuera lo feminista. Y sigo dudando. ¿Es que no se tomaba con seriedad el levantamiento de las mujeres? ¿Es que se ignoraba lo incendiario de ese discurso? Pues escuchamos con tranquilidad conceptos como sufragio femenino, machismo, alfabetización femenina, y vemos travestismo, presión política desde el hogar -cuando las mujeres deciden apagar las cocinas hasta que los hombres se atrevan a exigir sus derechos-, sororidad entre clases, y una trama inquietante y no resuelta sobre prostitución. Mi corazón no daba abasto.

 

 

Si hay un aprendizaje que me trajo la treintena, es que es mejor sufrir por otrxs que por mí misma. No lo aconsejo, simplemente aprendí a hacerlo. Y, de alguna manera, las teleseries y los audiolibros han sido las cuerdas por las que he trepado los muros gigantescos de mis fosas emocionales. Estaba desgarrando mi afecto de la imagen y la vida de un hombre que me quería mal, pero lloraba por el amor imposible entre Carmencitay Maximiliano. Sentía ganas sinceras de abrazarlxs, de que pudieran de una vez entregarse el unx al otrx, ayudarlxs. Expandía nuevamente mis afectos a un personaje colectivo, un pueblo entero, un momento en la historia, la masacre, la herida pampina. Me desesperaban las lágrimas de la Suspiro, condenada a la vida de noche, y me emocionaba la sencillez y pureza de su compañera, la Poroto, interpretada por la icónica Luz Jiménez. Mi desamor perdía fuerza.

 

‘Pampa Ilusión’ hizo pedazos tabúes en pantalla, aunque sería injusto decir que quienes estábamos siendo interpeladxs hayamos acogido con madurez el primer beso entre mujeres de la televisión chilena. Y también el primer beso entre hombres, aunque se tratara de la Claudia Di Girólamo travestida del médico Florencio Aguirre, y su eterno Pancho Reyes. Pero tampoco es una historia intachable. El acoso sexual de Elenita Moncadaal segundo actor de su compañía de teatro, del todo avalado por su entorno y abordado desde la comedia; el aparente axioma de que todo bebé es una bendición; una violación desgarradora e irresoluta a nivel de la trama; la idea persistente de que la felicidad de toda mujer es poder estar con el hombre que ama y la pestilente indulgencia hacia ellos, que flota como una nube desconcertante a través de toda la serie. Las cosas han cambiado. Hoy esos hombres -y Elenita Moncada– ya no tienen perdón, al menos en lo público.

 

Porque en lo privado, mi relación de pareja se alargaba artificialmente a través de mi perdón. Porque en mi fuero interno, mientras todos los personajes masculinos de la serie escapaban a la justicia, prefería perdonarlo a perderlo, prefería que estuviera, aunque fuera por sobre mi dignidad. Porque entre mis amigas aún nos escondíamos las razones verdaderas de nuestro desamor, de las rupturas, de la rabia, intuyendo que decir la verdad, aunque fuera entre nosotras, nos dejaría sin herramientas para seguir justificándolos. No sé si ‘Pampa Ilusión’ atenuó mi carácter y me hizo normalizar la deslealtad de mi compañero. Quizá actuó como florero, un jarrón primoroso lleno de flores color pastel, sutilmente acomodado sobre una pila de cadáveres emocionales que se me iban juntando en el pecho, día tras día, mentira tras mentira, cuerno tras cuerno. Puede que haya caído a ratos en la idea de amor verdadero, y haya jurado que el terrorista emocional con quien compartía mi vida era mi alma gemela. Que valía la pena luchar y hasta dar la vida, como Carmencitay Maximiliano, por el ser amado. Para qué negarlo. Pero para qué condenarme, si la vida es tan amplia como esta historia, como la contienda de una oficina salitrera contra su inevitable muerte, como el fuero masculino por sobre toda mujer, como la lucha de clases, como la tierra agotándose, como una joven que se siente desdichada porque tiene dos maridos, porque ama a dos hombres. Como la honra de Libertad, hecha girones en un auto en medio del desierto, o el vientre de Clementina, que crece y crece en la clandestinidad. Como la tortura, como las cartas suicidas, como un viejo moribundo que pierde el respeto de quienes lo rodean. Yo misma, todas, todos, hacemos bien y hacemos pésimo. Somos una teleserie de Vicente Sabatini, le duela a quien le duela.

 

No sé si existen los finales felices, porque son finales y por eso ya son tristes para mí. Pero esto se terminó. Yo metí mis cosas en cajas y me largué de la tumba en que vivía con mi excompañero. ‘Pampa Ilusión’ cerró y pude llorar a mares, sola en mi casa nueva, sola en mi ventana con vista a las copas de los árboles, porque creía que seguía enamorada, tenía miedo y no podía hacer como Clara Montes, decir simplemente adiós, porque así es la vida, porque nadie nos pertenece. Porque el amor, la verdadera lucha, es una cosa del vivir y no de un beso.

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