Columna
16/12/2021

El conmovedor narcicismo de la juventud

¿Cómo lograr una armonía entre las apuestas musicales artísticas y las exigencias de las majors? ¿Por qué la «prensa especializada» (si acaso existe tal concepto) basa sus críticas en las estadísticas e ignora el relato de los protagonistas?
Esto es una suerte de ensayo sobre una relación que siempre tuvo los días contados: esa que se teje entre los números y el arte. Y de cómo el tiempo lo fagocita todo, mientras nosotres elegimos en qué historia interesarnos, entendiendo la intención como el mayor valor de la música contemporánea.

 

 

I

 

El punto de partida de la ilustración contemporánea son los posters que pegamos en nuestra habitación de pequeños. No son determinantes, pero pueden llegar a trazar nuestro esquema de memorabilia.

 

Soy una marplatense born and raised in departamento. No conozco el concepto de «amigos de barrio» (en mi ciudad prácticamente nadie conoce siquiera el nombre del barrio en el que vive). Aunque mi barrio era bastante barrio. La gentrificación ha hecho sus estragos, pero por suerte yo recuerdo. Las calles enteras sin un solo local comercial, las tiendas tituladas “El emporio de” o “La casa de”, el kiosco de figuritas y el snack post clases, los pisos manchados de moras en la puerta de la Unión Regional Valenciana y evitar con distintas maniobras, ya las últimas veces tentadas de risa por la disciplina violenta, hacer contacto visual con el conductor que 6.40am nos gritaba alguna guarrada a mi madre y a mí, camino al colegio.

 

Las paredes de nuestra habitación decía, son el lienzo blanco que (dependiendo de la rigurosidad de nuestros padres) recibirá la euforia identitaria que comienza a surgir.

 

Mis paredes eran rugosas, no se les podía pegar nada, y menos colgar cuadros. Eran además, horrendas. O quizás la infancia y su determinismo insoslayable la sentenciaron a la derrota estética.

 

Hecha la ley, hacha la trampa, y las mañas que aprendemos por convicción: el techo y el placard serán mis marquesinas.

 

Las boy band ya habían pasado sus épocas doradas, ninguno de los popes de la balada lograba llamar mi atención.

 

El primer cantante que me atrajo sexualmente fue Lenny Kravitz (pedí “5” de regalo para mi cumpleaños de 11). Pero internet era todavía un bien de lujo y en las revistas no venían grandes imágenes del señor meme de la bufanda.

 

En este panorama, bienvenido sea el kitsch que armábamos con mi hermana.

 

En nuestra habitación estaba el afiche de Antes del atardecer, el de Los Soñadores (comprados a $3 en el videoclub del hombre que vestía como un cazador), el de Scream (regalado de Blockbuster, una cortesía que podías lograr si el empleado era buena onda y te avisaba cuando estaban por renovar la vidriera) y collages sobre el techo con pretensiones que mucho no entendía pero valoraba las horas de entretenimiento que me daban a la vista cuando a la noche llegaba el insomnio (dormía en la cama de arriba de una cucheta).

 

Los ídolos no estaban en mi radar. Empecé a escuchar bandas con mayor responsabilidad recién a los 14, 15.  Aunque mi mayor entusiasmo gráfico eran postear frases de Placebo, Tori Amos, los Pumpkins y The Killers en cuentas paralelas de Fotolog.

 

Me gustaban los gestos, alguna declaración en revista, los actings de los videoclips. Pero no tenía una warholización de sus caras.

 

Nunca grité te amo en un recital, no hice pancartas románticas, no arrojé mi ropa interior.

 

¿Cómo se reconfigura el ídolo en el 2021? ¿Qué formas encuentran los adolescentes y más allá para identificarse?

 

II

 

Los boomers creen que les debemos algo, que merecen que le rindamos culto, como si su música estuviese pulida como un piso de mármol y sus cimientos fuesen inquebrantables. Como si el tiempo actuara indiferente en la manera de percibir los sonidos. Como si el rock fuese una sentencia irrefutable, y no esa disciplina de machos virtuosos compitiendo por los cien metros llanos de hombría.

 

Su saliva rebalsa la comisura de sus labios profiriendo que “los chicos son el futuro”, pero cuando estos agarraran el mando pretenden arrebatarlo, no lo soportan. Hay una cuota de pesimismo que se las entiendo (parcialmente): en estos tiempos de injusticias y desazones astronómicas, en esta orfandad de mundo que se avecina, necesitan tener aunque sea una certeza, quizás esa música que conocieron en su propia juventud sea la tablita que barrena en medio del océano.

 

En Argentina no existen más programas infantiles adolescentes en el prime time. Su ocio dejó de asociarse a la televisión. El gaming y la música cubren el consumo y de hecho se vinculan (los streamers pasan tiempo y hasta cubren parte del contenido que producen con traperos). La espectacularización de la vida a través de las redes sociales permite que el artista se desnude. No hay necesidad de editar ni sacar de contexto, el crudo está ahí a la vista de todos.

 

Y ese crudo parece ser su sentencia de muerte. Porque permite escrutarlos con tanto detalle, que ante el más mínimo comentario con el que no coinciden es arrojado a la arena de la cancelación, esa arena de la que se sirven los leones.

 

En el fondo creo que somos tan viles en nuestro juicio porque no queremos aceptar la muerte de la fantasía, haber perdido la capacidad de imaginarnos a nuestro cantante favorito tomando un café con leche instantáneo, riéndose de ese tema que devino en hit y lo compuso borracho y en chiste.

 

La vida de un artista se nos presentaba a través de sus discos, todo lo que pasaba en el medio corría por cuenta de nuestra imaginación.

 

Hoy parece que hay que saberlo y saberlo todo.

 

La fantasía que corre es la funcional al mercado, la de los fotógrafos alimenticios colocándole un brillo imposible a la comida, la de los viajes modelos, la de los cuerpos pixelares, la de todo eso que está en el lugar del que no se quiere entrar, pero cuesta quitar la mirada.

 

 

III

 

Nick Cave tiene un newsletter, The red hand files. Nick Cave tiene 64 años.

 

Me encanta que alguien a su edad esté adelante de un proyecto relativamente nuevo (ok, los newsletters tienen como 20 años, pero se pusieron nuevamente de moda hace sólo un par). Consiste en responder mensajes que le envía la gente. Es breve pero en sus líneas logra una belleza sin límites y puede llegar a responder cuestiones simples o incluso llevarlas a lo más delicado, como la muerte de uno de sus hijos. Me gusta imaginar el momento en el que decide sentarse a preparar la entrega.

 

Siento que es un hombre muy metódico. Que lo hace siempre a la misma hora y día de la semana. Que acompaña la escritura con una bebida caliente y que lo hace firme, de un saque. Que le hace preguntas a su pareja, para que dé el visto bueno.

 

Y lo que más me gusta es que todo eso quede libre en mi cabeza.

 

 

IV

 

«La artista de 20 años, nacida en Quilmes, es la mujer con más canciones dentro del Billboard Argentina Hot 100».

 

«Nicki Nicole se encuentra en el puesto #24 en el Ranking de Artistas Principales de YouTube en Argentina, la cantante ya es sinónimo de récord».

 

«El trapero presentó su álbum debut donde cada uno de sus 14 singles cuenta con miles de reproducciones en las distintas plataformas, convirtiéndose en el cuarto álbum más escuchado de Spotify en el mundo, superando las 100 millones de reproducciones entre Spotify e Youtube en su primer mes.

 

«Junto a Trueno grabaron el freestyle más visto en el mundo con más de 180 millones de reproducciones en YouTube, incluso más que las improvisaciones de Eminem».

 

Todos estos párrafos son reales.

 

Busco, leo, hago un scroll, tengo la ilusa idea de tener alguna oración para resaltar. Pero son siempre la misma nota. Siempre la misma nota.

 

Google parece desplegar un perfil bursátil cada vez que uno intenta leer sobre los nuevos artistas con los que colorean las marquesinas de las metrópolis.

 

¿Es la búsqueda que dio como resultado la última canción estrenada por ese rapero, o lo que de verdad importa son los streams que hizo después de que salga el espectacular del Times Square? ¿Las preguntas que apuntó como borrador el periodista, giran en torno a la apuesta estética de sus shows o va a arrancar el diálogo enumerando las estadísticas de sus últimos singles?

 

Pienso en qué tipo de preguntas se les hacían a los artistas hace unos años, cuando los números no marcaban agenda. Cuando no teníamos las grillas tan masticadas. Cuando las cifras de visualizaciones en vivo no se chequeaban luego cual resultados del Derby.

 

Claro, esto no es sólo un síntoma del periodismo, sino más bien una consecuencia.

 

Los medios cubren el mainstream de un modo casi exclusivamente cuantificable, esos numeritos son los que conducen el negocio y luego por supuesto, viene la mano que mece la cuna del éxito: las mayors. Las grandes corporaciones que digitan a sus clientes para que colaboren sin otra intención que la de abultar sus cuentas bancarias. No existe guion, encuentro cultural, mix de géneros, nuevas narrativas, nada de eso es siquiera considerado. La ganancia es sólo financiera.

 

Que el dinero mueve el mundo no es ninguna novedad. Pensemos en un combo explosivo: juventud+dinero.

 

Quemar etapas, ser top sin haber conocido el under, la juventud mostrada como un elixir que parece engrandecer sus logros. La edad de las «nuevas caras de la música» (uso este concepto para no catalogar por géneros) no les da más mérito, sino que, en todo caso, explica la hábil, siniestra y veloz mano de la industria, esa mano que te coloca más o menos rápido, pero a la hora de sostenerte cambia de teléfono y país cuando querés ubicarlo. Esa máquina impiadosa que habla de pibes tocados por la suerte, que les pone sobre la mesa contratos millonarios con letras pulidas como los más filosos colmillos, con estrategias de negocios donde quedan obligados a trabajar como si el arte tuviese calendarios estrictos. Como si uno pudiese tener la certeza que va a poder crear un disco por año (por ejemplo), como si la inspiración estuviese incluida en nuestra rutina, exactamente después del primer café y antes del segundo cigarrillo.

 

 

V

 

Soy vieja para considerarme target de los consumos jóvenes, pero también soy joven para actuar como una detractora crónica de esos mismos consumos (espero nunca llegue ese momento). La cosa es que a mí me han interpelado, puntualmente me sentí (y siento) comprometida con todo lo que pasó con el trap en Argentina.

 

A pesar de que honestamente yo siento que no están hablándome a mí, siempre quedo atenta a sus propuestas y dejando a un lado los formalismos creo ser fan de más de uno de ellos. Sí, el fanatismo que nunca terminé de abrazar en mi propia adolescencia.

 

La autogestión es una de las primeras banderas que tenemos que plantar a la hora de pensar en la construcción de una prematura historia.

 

Son chicos que arrancaron y sostuvieron la movida solos por bastante tiempo, que y lo más importante, que siguieron creyendo.

 

Nacidos pocos años luego de la masacre más grande que vio mi generación (Cromañón) y al margen de un indie que no supo adoptarlos, la capacidad de identificación, de ídolo proyectado como talismán, estaba algo más que vapuleada.

 

Pero tienen algo único e irrepetible: tiene la capacidad de contar una historia. Y con esto no necesariamente le doy un tono serio a sus obras, las historias no tienen por qué ser profundas tampoco, la historia da algo esencial: una INTENCIÓN. Y la intención nace de adentro, eso sí es honesto.

 

En la juventud está el placer. Pues placer es también tener el camino allanado para equivocarse.

 

Escuchamos a un cantante. Nos gusta, nos interesa mucho y de pronto ante su hit determina automáticamente un parámetro. Y lo castigamos si hace algo «aceptable». No toleremos su humanidad. No corre la piedad ni las medias tintas, la exploración de otros géneros debe mostrarse solo una vez entendida. No queremos que ensaye a la vista.

 

Ningún artista debería pactar con sangre la modalidad con que traza su camino estético. Ningún fan debería acostumbrarse al encanto de la farsa. O mejor dicho, todo fan debería estar preparado para que la expectativa le pegue un revés.

 

Ysy no sería Ysy si no fuese porteño. Dillom no luciría como esa figurita troquelada de una viñeta noventosa, con un latiguillo y una mascota como mejor amigo. A Duki la argentinidad le sale por los poros y otra sería la historia de haber nacido en otro sitio.

 

No somos lo que comemos, somos lo que vivimos, pero la farsa también puede ser parte del cuento. La juventud los hace interactuar diferente con sus sentimientos, con lo que les pasa. Bienvenida sea esa impunidad.

 

Juventud es una palabra asquerosa, da esa sensación de que el que la dice está escrutando al objeto de estudio con pinzas, colocándolo sobre una placa de Petri y dejando claro que no somos pares. ¿Cómo no van a creérsela si construyeron un movimiento? Tampoco ser humilde es una obligación. Tienen toda una vida para volver a empezar. Tal vez allí resida el rencor. Elles pueden ir al after del after y amanecer sin alarmas ni ojeras, improvisar coreos en historias que luego serán el desafío de bailarines terminales, arrojarse desde un escenario sin especular sobre la masa muscular de su sostén aleatorio. ¿Acaso no es todo una cuestión de tiempo?

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