Fuimos les niñes que lloraban - Galio
Columna
21/01/2022

Fuimos les niñes que lloraban

Para quienes entramos en la categoría de “sensibles” y que “no nos pueden decir nada” sin que armemos un escándalo, llega esta reivindicación al llanto. Porque la pena brota de una forma u otra y nosotres preferimos sollozar por fuera antes que ahogarnos por dentro.

 

 

Nunca aprendí a no llorar cuando peleo. No hay argumentos que le ganen a la presión que siente mi garganta segundos antes de explotar en un mar de lágrimas. Quizás es porque no sé controlar las emociones y me aterra la idea de expresar mi pesar o rabia, entonces transmuto todo en agua. Pero ya van 23 años de lo mismo y se supone que debería ser inmune a estas situaciones. Ya no puedo esconderme detrás de las cortinas y esperar que se me pase la vergüenza por llorar.

 

No me acuerdo del día en que todo mi curso del colegio se puso de acuerdo en que ya no se lloraba frente a una mala nota. Pero puedo dar fe de que a mí no me avisaron. Yo era a quien se le deshacían los ojos frente a la profesora de música, buscando excusas para no rendir una evaluación y sintiéndome mal por mis nulas habilidades en la materia. Sentía en esos momentos las miradas acusatorias de la docente y algunes compañeres con más habilidades que yo, pero también había comprensión.

 

Hasta que ya no la hubo.

 

Recuerdo que había faltado a clases, estaba enferma o algo así. Por esas fechas entregaron las notas de dos pruebas de matemáticas, asignatura en la que no me iba bien.Tengo fija la cara de mi profesora al pasarme mis primeros rojos y como de mi cara brotaban las lágrimas. Ella dijo que no era para tanto, yo sentía que se me venía el mundo encima. Mis compañeres de curso se rieron de mi reacción y yo salí corriendo de la sala, con la cara roja de vergüenza y empapada.

 

Intenté suprimir mi pena desde ese momento en adelante a la hora de recibir malas notas. Me esforcé para que fuera así.

 

Pero volvió a no ser para tanto cuando mi primer pololo terminó conmigo en el colegio y yo lloraba en el patio. El tener que tragarme el dolor para entrar a clases hizo que perdiera la voz. Porque hasta para vivir las penas de amor, aunque sea la primera de ese tipo, hay que cumplir con un estándar previamente establecido. Donde existe un deber de verse bien para que la otra persona no se entere de que sufres, aunque sufras. Subir una foto a la red social del momento viéndote increíble o rodeada de personas felices.

 

Fueron incontables las veces que lloré en el probador junto a mi mamá. Ahora ese llanto quedó recluido a mi casa, solo el espejo de mi baño es testigo del dolor que me produce la ropa que no me queda. Sigo sufriendo en silencio cuando tengo que ir a cambiar la talla de vestidos y faldas que no cumplían con las medidas que pensaba que tenía. Rezando un poquito para que nadie se diera cuenta de las marcas de lágrimas secas en esas prendas. Incontables las cosas que no cambié y me siguen torturando escondidas en el closet.

 

Ahora soy grande y no puedo “andar llorando como las niñas chicas”. Como si las sensibilidades fueran cosas que se pudieran manejar solamente por un tema de edad o género. A los niños, criados bajo el mandato del patriarcado, nunca se les permitió llorar. Para formar sus masculinidades solo tuvieron la opción de sentir rabia y alegría. La pena se expresaba con gritos o reenfocándola en reírse de alguien más para ocultar la tristeza. Sigue siendo común y casi una señal de hombría el decir que “él no llora” o “nunca lo he visto llorar”, como si esconder y suprimir ese torrente de emociones fuera un acto heroico y no preocupante.

 

Los estereotipos de género intentan arrebatarnos hasta la posibilidad de conectarnos con nuestros sentimientos que borbotean desde su forma más honesta. Creando una sociedad sin afecto que apunta como un ser extraño al que no cumple con la norma de ser o actuar feliz. Omitiendo la acción de apoyo y consuelo a la persona desconocida que llora en la calle.  Una ciudadanía donde hay que seguir en nuestra burbuja donde nada nos traspasa.

 

Las últimas veces que lloré fueron por mi abuelita. Me atoraba entre sollozos en la sala de espera del hospital. Fue la primera vez que vi la posibilidad de su muerte como un acontecimiento a la espera de suceder y no pude contener mi pena. Fue también la primera vez que sentí que mi dolor encontraba el lugar correcto para salir. Las personas esperando me contuvieron y pude compartir esos lamentos sin ser llamada exagerada.

 

Volví a llorar la noche de Año Nuevo, pensando que esta podría ser la última vez que llamo a mi Yaya a las doce de la noche para desearle un feliz año. Nadaba en un mar de lágrimas ante la idea de nunca más celebrar que pasamos agosto u olvidarme de su voz, perder su perfume en mis recuerdos. La llamé y lloraba un poquito, tratando de cambiar mi voz para que ella no lo notara. Compartir esta pena me vuelve a emocionar como en ese momento. No quiero tener que llegar a estar de luto para evidenciar por primera vez mi dolor. No quiero tener que escuchar pésames vacíos y sin disposición a soportar el llanto.

 

Hoy quiero responder que estoy triste, que estoy mal y que lloré toda la tarde. No verme obligada a decir “bien”. No quiero tener que seguir recluyendo mi llanto a la intimidad de mi pieza y que quede todo mi cobertor mojado. No quiero tener que ahogarme en la almohada para que nadie escuche que me siento mal. Quiero incomodar con mis lágrimas cualquier espacio, hasta con hipos y los mocos colgando. Que veamos como algo normal vivir las sensaciones de una forma que tengan que brotar para no hundirnos en la soledad. Quiero encontrar ese hombro en que llorar y brindárselo a otras personas. Tener a disposición los pañuelitos y que mis brazos crezcan quince metros para poder dar abrazos gigantes a quienes nos censuraron el sollozo.

 

Fuimos les niñes que lloraban y lo seguimos siendo, pero ahora en un cuerpo de adultos que deben ser funcionales, deben encontrar trabajo y trabajar sin sentirse abrumados. Sin incomodarse con el hecho de que solo hay dos días completos de libertad, con suerte, a la semana. Obligándonos a no expresar pesar ante la idea de que en esos días hay que hacer el aseo, comprar las verduras e intentar tener una vida social lo suficientemente activa como para mantener nuestras amistades. Sin poder soltar una lagrimita ante los retos de las jefaturas al momento de dar una presentación. Así es como terminamos llorando de nuevo, despacio y sin que nadie lo note, caminando de vuelta del supermercado. Ojalá nos pudiera retirar nuestro apoderado.

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