Por qué me gusta el lenguaje inclusivo (aunque a veces me cueste u olvide usarlo) - Galio
Columna
29/03/2022
29/03/2022

Por qué me gusta el lenguaje inclusivo (aunque a veces me cueste u olvide usarlo)

El debate sobre el lenguaje inclusivo ha estado presente por lo menos durante estos 3 últimos años. Si bien es un debate que ha existido desde los 70’s (sí, no es una moda), con los movimientos sociales impulsados por los grupos LGBTIQA+ y algunos grupos feministas, la discusión ha tomado fuerza recientemente. Se ha convertido, sin duda, en un tema bastante polémico. Por un lado, quienes están a favor de su uso argumentan que, si bien el lenguaje no es sexista en sí mismo, su uso se ha desarrollado como tal y ha perpetuado estructuras y modelos sociales que sustentan el sexismo y la desigualdad de géneros. Además, reproduce conductas que invisibilizan no solo a mujeres, sino que también a las minorías identitarias y sexuales. Todo esto en el contexto de que el español solo reconoce la exclusiva representación discursiva de personas cisgéneros (personas cuya identidad y expresión de género coincide con el sexo biológico al momento de nacer). Por otro lado, quienes están en contra del lenguaje inclusivo sostienen que el género de una palabra no tiene relación con el mundo real ni material; es meramente una convención, y el uso del lenguaje inclusivo solo entorpece el estilo de la lengua y dificulta la comunicación.

 

 

Ahora bien, antes de entrar a discutir su uso como tal, es importante tener en cuenta que la pretensión primaria del lenguaje inclusivo es visibilizar -en nuestro discurso oral y escrito- a todas las personas, independiente de su sexo, identidad de género, expresión de género, y orientación sexual. Esto evitaría la mantención de estereotipos relacionados con el sexo biológico, y permitiría generar un espacio discursivo seguro y tolerante que respete y promueva la diversidad identitaria, validando socialmente la existencia de grupos minoritarios (como mujeres y disidencias, entre otros grupos). En Chile, la discusión del lenguaje inclusivo ha sido especialmente contingente debido a los movimientos sociales que buscan reivindicar la lengua con estas consideraciones. Sin embargo, la recepción de su implementación ha sido compleja.

 

Históricamente, sabemos que nuestra lengua ha estado en constante cambio y evolución. Es natural y esto aplica a todas las dimensiones de nuestra vida. Entonces cuando alguien en nuestro país corrige el uso del lenguaje inclusivo con argumentos como “así no se habla” o “la RAE no reconoce su uso”, es inevitable pensar que esa persona cree que “weon” es una expresión propia de la RAE. Es más, incluso diría que reaccionamos a la defensiva cuando escuchamos críticas sobre el español de Chile: argumentamos que es parte de nuestra cultura ya que así ha evolucionado nuestra lengua. Tenemos y usamos palabras que no existen en el diccionario pero que están ampliamente difundidas, trascendiendo el registro lingüístico.

 

Y entonces, ¿por qué nos resistimos tanto a que ciertos grupos usen y adapten ciertas palabras para sentirse incluidos, visibilizados y representados en esta cultura que compartimos? Porque también es eso: el lenguaje inclusivo no pretende que todes lo usemos.  Espera que se dé el espacio, que quienes no quieran usarlo, no lo usen, pero que den un paso al costado y permitan que otres lo exploren, se apropien y desarrollen un sistema funcional. También hemos escuchado burlas como “Todes somes persones”. Esto, a mi parecer, es solamente un gran indicio de la ignorancia y mala voluntad de algunas personas: el lenguaje inclusivo no es un mecanismo aleatorio de cambiar todas las letras “a” y “o” de una oración.  Tiene ciertos parámetros y acuerdos lingüísticos: sólo se cambian adjetivos, sustantivos, determinantes y pronombres que denotan el género de las personas.  Si bien no es perfecto, se está adaptando, así como lo ha hecho muchas veces nuestra lengua. Estamos aprendiendo y buscando las convenciones que necesitamos en términos prácticos.

 

Entonces, si el lenguaje inclusivo consiste en pequeñas modificaciones de nuestra lengua -así como se ha hecho desde siempre con el español- y tiene ciertos parámetros sintácticos conocidos como “reglas gramaticales”, ¿qué es lo que nos incomoda tanto? Sencillamente es una cuestión política. Reconocer el lenguaje inclusivo como una forma discursiva válida, es al mismo tiempo reconocer a los grupos y minorías que están invisibilizadas en nuestros discursos binarios. Es hacer una declaración política y rebelarse contra nuestras estructuras sociales.

 

En este contexto debemos reconocer que “visibilizar” y “validar” no son lo mismo que “incluir”. Este último término puede ser tramposo. En teoría, el género masculino de las palabras que se refieren a las personas (ej. “niños”), no es sexista. Esto porque de acuerdo con las convenciones tradicionales del español, el género no marcado; es decir el género que incluye a todas las personas es el masculino. El género femenino -el género marcado entonces-, se refiere, en teoría, solo a las mujeres.  Según esto, al decir “niños” nos referimos a los niños y las niñas. Sin embargo, ¿es eso lo que sucede en la vida real? ¿Por qué insistimos en concebir la lengua desde la teoría? ¿Por qué la lengua debe determinar cómo hablamos y no podemos nosotres modificar las reglas? Y esto no quiere decir que cada persona haga lo que quiera, que invente palabras o cambie aleatoriamente ciertas letras. Esto quiere decir que si grupos lo suficientemente grandes y organizados adoptan una forma lingüística, debiese poder reconocerse como tal. No se trata de inventar y destruir, se trata de modificar, evolucionar y registrar.

 

La revista Anfibia en su artículo “Manual de instrucciones para hablar con E”, tocó un punto interesante: si supuestamente el género no marcado es el masculino, ¿cómo saben las niñas que no están siendo llamadas? Esto es el constante vaivén intuitivo de entender cuándo están hablando de nosotras. En la vida real la forma “no marcada” existe para los que entienden de lingüística, pero no para el público general. Probablemente si me acerco a alguien en la calle y le pregunto por las formas no marcadas del español, pocos podrían explicarme cuáles son y cómo se manifiestan en la lengua (y yo, sin lugar a duda, tampoco podría hacerlo). Y menos podríamos dirigir la conversación más allá del binarismo hombre/mujer.

 

Ciertamente hay muchos temas pendientes de resolver en cuanto al uso del lenguaje inclusivo. Asimismo, la discusión del uso de algunos léxicos también es muy importante. Que todos los adjetivos denigrantes en el fútbol chileno sean femeninos, sin duda deja mucho que pensar. Que las monjas, que las zorras, que las madres… No es aleatorio y así sigue la lista. No hay duda de que queda mucho por delante. Si a veces dudamos sobre qué palabras usar, de cómo modificar la lengua, o cuál es la expresión adecuada, solo hay que preguntar. Esto se resuelve preguntando a las personas con las que compartimos por sus pronombres, cómo se identifican, con qué se sienten a gusto. Eso es un esfuerzo bastante pequeño.

 

Para mí el lenguaje inclusivo es una dimensión más de los cambios sociales que estamos viviendo y que viviremos. Su resistencia, creo, representa más la precaria voluntad de sus detractores que la verdadera inviabilidad de su uso. El doble estándar de quienes critican el lenguaje inclusivo, utilizando a la RAE como caballo de batalla, no tiene sentido en un país que literalmente hace lo que quiere con la lengua. Y más aún cuando “osamos” sistematizar esos cambios. Desde el privilegio, empatizar con la necesidad de representación es suficiente: nadie nos obliga a hablar así, solo se nos pide un espacio legítimo de enunciación. No se trata de llevar esta discusión a tecnicismos, a buscar errores gramaticales, a burlarse del léxico. Se trata de nuestro imaginario, nuestras identidades y formas de representarse; es, finalmente, el desplazamiento simbólico de las categorías que nos retienen.  Y esta discusión tampoco resuelve el fondo social de la desigualdad. Nuestra lengua es solo el primer paso. Luego quedan muchas tareas pendientes.

 

Pero, aunque sea solo el comienzo sigue siendo importante: si la lengua es una serie de convenciones ¿por qué no dar ese paso? El desafío está en probar y corroborar las formas que nos sirven en cuanto a la representatividad y la verdadera inclusión.  Es también entender el poder de la enunciación y cómo ésta sostiene nuestra identidad. El debate es mucho más complejo que escribir con “@”, “e” o “x”. Y sí, el lenguaje inclusivo no es perfecto, pero ¿cuándo lo ha sido el español?

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