June García Ardiles, abril y mayo 2022
Esta es la escena: el metrotren se queda parado más rato de lo que esperaba en la estación Pompei Scavi – Villa dei Misteri. En mis audífonos suena Julieta Venegas y aún falta para llegar a mi destino, así que me apoyo sobre la maleta y miro por una ventana sucia el andén. Llevo un par de días sola y las palabras excavación (scavi) y misterio (misteri) llegan a completar mis pensamientos. Me inunda la felicidad de la soledad, de andar en silencio con mis propias decisiones, pero también la inminente melancolía de estar tan pero tan lejos de quienes amo. Pienso que disfruto mucho estar sola porque después puedo llamar a mi gente para contarles lo que he hecho. Y también, todo lo que he pensado. Porque sin la cotidianeidad doméstica que tanto me ocupa en Santiago, he excavado demasiado en mis misterios, cosa que por lo general hago los martes con mi psicoanalista o en las noches de psicosis con el Martín.
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Divago particularmente en dos conceptos que abruman y llenan mi vida: el deseo y el dolor. Ambos se solapan de una manera muy interesante en relación con el poliamor.
La mezcla de los dos me llevó a las no monogamias.
Esa intersección aún me parece demasiado misteriosa.
Al mismo tiempo, creo que todo se resuelve y revuelve en el cuerpo. Mi cuerpo.
El dolor del deseo. El deseo del dolor. El dolor y el deseo, cada vez los siento más inseparables.
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2018: mi mejor amiga, Tony, y yo, discutiendo en el frontis de la Facultad de Derecho, sentadas en esas bancas heladas de piedra rojiza que son una extensión de la pared, entre esas columnas horrorosas. Yo nerviosa y con preguntas, ella enojada y con muchas decisiones. Ambas sabiendo que haber pospuesto esa conversación nos había llevado a una tensión brutal. Hablamos, nos gritamos, nos decimos cosas hirientes, ella me destroza con un “no quiero saber más de ti, no me escribas, no me hables” y yo siento que no puedo hacer nada más que llorar. Y lloro y ella se va y creo que no sé respirar, que no sé caminar, no sé cómo volver a mi casa. Llamo al Noël y le pido con las pocas palabras que puedo enunciar que me venga a buscar. Quiero quedarme inmóvil hasta que él aparezca, pero la masa de estudiantes me angustia más y camino desesperada hacia Baquedano para encontrármelo. Me lo topo en uno de los miles de semáforos que hay que cruzar y no puedo explicarle lo que ha pasado. Ni siquiera podía explicármelo a mí misma. Me acompaña hasta mi casa y se acuesta a mi lado a hacerme cariño, me propone conversar, escuchar música, hacer panqueques. Le digo que no. Todo me recuerda a ella y me duele demasiado. Y pienso en voz alta: yo creía que la Anto iba a estar para siempre en mi vida, que todas las otras personas podían ser pasajeras, pero ella no. Que estaría en mis 30, mis 40, mis 50, que envejeceríamos juntas, que algún día fundiríamos nuestros libreros. Y el dolor de darme cuenta de que ya no sería así, me parece insoportable.
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Encuentro curioso que el sentido común sea que quienes tienen relaciones poliamorosas son inmunes al dolor, o que saben llevarlo extremadamente bien, casi como un trámite, o que nada les importa lo suficiente como para sufrir. Varias veces me han preguntado si acaso tengo una alta capacidad de superación del dolor o incluso si realmente lo llego a sentir.
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Antes de la -gran pelea- yo ya sentía que con la Anto habíamos predestinado nuestra amistad a un quiebre. Lo hicimos en el momento que elegimos Ilusión de Julieta Venegas con Marisa Monte como nuestra canción conjunta favorita. Ilusas realmente, amantes de lo bello y lo triste. Sin quererlo, habíamos acordado la banda sonora que calzaría perfecto con nuestra separación.
“Mi corazón desde entonces la llora a diario
Por ella no supe qué hacer, se me fue
¿Por qué la dejé? ¿Por qué la dejé?
No sé, solo sé que se me fue”
Ya llevábamos varios meses sin hablar cuando vi en internet que Julieta Venegas haría un concierto íntimo y gratuito en Santiago. Sentí emoción y terror ante la posibilidad de encontrármela ahí, pero no fue. En cambio, yo llegué muy temprano, logré sentarme en primera fila, lloré con Ilusión y con muchas canciones más, hasta me presentaron a Julieta Venegas, y pienso que podría haber sido uno de los días más felices de mi vida, pero solo puedo recordarlo con tristeza. La pena me colmaba el cuerpo. Quería estar ahí con ella y ni siquiera podía enviarle un mensaje. Quería decirle que la extrañaba, que la necesitaba, quería pedirle disculpas y perdonarla, y que a la mañana siguiente nos fuéramos a comprar un pan con queso y tomate a los carritos afuera de la facultad.
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Sin vulnerabilidad, no hay posibilidad de amor.
Con vulnerabilidad, hay posibilidad de dolor.
El riesgo de salir lastimada es lo que hace real el encuentro con otres.
Pongo mi corazón y mi cuerpo a disposición del contraste entre lo que me hace feliz y lo que me hace sufrir. En otras palabras: estoy dispuesta a vivir.
Es una ficción pensar que el amor no debe doler. Sería como meterlo en un frasco estéril, pulcro, higienizado. Sería como esperar que todo salga espectacular y no permitirle el error, la dificultad, la incomodidad.
Me aterra la expectativa de lo perfecto. Si no funciona, se desecha, luego se puede conseguir otro en el supermercado de los afectos. No se repara, se busca otro y otro y otro, hasta dar con aquel amor impecable. Ni una mancha, ni una raya, ni una abolladura, ningún pasado. ¿Dónde quedo yo si justamente soy todo eso? Manchas, rayas, abolladuras, pasado.
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Las vacaciones de invierno son demasiado melancólicas. Nada como estar un poco resfriada, despierta a las 3 de la mañana con el calientacamas al máximo como para tener un arrebato de nostalgia. Y así fue. Revisando unos archivos Word viejos me entró una tristeza histórica, como si siempre la hubiera acarreado, como si fuera tan grande que ya no podía ver más allá de ella, aunque en verdad no fuera tan así, pero así la sentía. Lloré preguntándome que por qué si una ama profunda y realmente a tan poca gente, por qué la deja ir, por qué permitir que problemas que a esas alturas ya me parecían absolutamente irrelevantes, interfirieran en la relación más importante que tenía. Por qué la cuidé tan poco si la amo tanto. Por qué acepté tan irreflexivamente ese mandato sobre la jerarquía de los afectos.
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Qué insuficiente es la pirámide jerárquica que organiza socialmente la importancia de las relaciones, cuando nuestro amor funciona de maneras mucho más variadas y cambiantes. Qué iluminador ese quiebre, me permitió ver, vivir, sentir, lo injusta que había sido al relegarla a un segundo plano, cuando en realidad ella ocupaba un lugar mucho más central en mi corazón.
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A las 5:03 de la mañana del 22 de julio del 2019 le envíe un mail (sin asunto). 14 meses sin hablar fueron interrumpidos por un correo intenso.
“Y bueno, así se pasan los meses. Te escribo ahora porque me invadió la pena y aunque me había invadido antes, me daba vergüenza escribirte, en mi mente teníamos una competencia de «uy quién será la que le escriba primero a la otra», pero ahora no me da vergüenza, porque entendí que nunca me vas a escribir y no me importa mostrarme vulnerable. No me importa que esto me dé pena cuando a ti tal vez no te cause nada, o peor, no sé, tal vez te de risa mi mail”.
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El día que eliminé a la Anto de Facebook publiqué también un poema en mi muro. Por alguna razón, esa era la única red social de la cual ella no me había bloqueado y ese fue el único acto que me quedaba a mí para marcar distancia. Al mismo tiempo, quería que a ella le mandaran lo que le había escrito para que supiera que, si la había sacado, no era por indiferencia, sino que por tristeza.
Rezo por vos
Mira
Dejé de contar los meses
desde la última vez que hablamos
Dos meses: ha pasado mucho tiempo
Cinco meses: que rápido este año
Seis meses:
Espero que estés bien
que te estés sacando buenas notas
que las cosas que te dan vergüenza te den menos vergüenza
que tengas a alguien que te diga que tu pelo está bonito
Y a veces me acuerdo
no tanto como ese primer mes
porque ese primer mes me acordaba siempre
pero me acuerdo de nosotras
tan raras, tan juntas
Me acuerdo de lo bueno
porque cuando pasa tanto tiempo lo malo se distorsiona, se ve menos malo
o eso me pasa a mí
creo que a ti te pasa lo contrario
creo que ya no recuerdas lo bueno
creo que solo repites en tu cabeza lo malo
Yo repito el día que llegaste con helado medio derretido a mi casa
“tres sabores”, me dijiste
porque no te podías decidir
porque no te acordabas bien qué me gustaba
y medio me gritaste preocupada
“necesito saber tus sabores favoritos”
“nunca de agua, siempre de leche”, te respondí
Seis meses han pasado
te veo
te muevo la mano frenéticamente
esbozo un hola alargado con una sonrisa ansiosa, mientras el corazón me late rápido
te cruzas conmigo, pero solo recibo tu indiferencia ante mi mano que aletea saludándote
pasas de largo ignorando mi existencia
y solo pienso en los panqueques de chocolate con manjar que hacíamos
porque a pesar de todo siempre me quedo con lo bueno
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Casi tres días se demoró en contestarme el correo. Recuerdo la tensión de todas mis células al ver la previsualización de su respuesta en mi celular. Lo agarré fuerte y sentí que el corazón se me desplomaba. No tengo memoria de haber respirado en los siguientes minutos. Corrí hasta mi computador para poder leer el mail desde ahí y solo volví a agarrar oxígeno porque el llanto me lo exigía.
Su respuesta era preciosa. Por fin había llegado el momento de la reconciliación.
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No creo que todos los dolores tengan que ser productivos o que todos los dolores nos enseñen algo. Sí creo que simplemente los necesitamos. Y ahí están, y ahí van a estar siempre.
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No cambiaría el dolor por nada
No cambiaría el dolor por
No cambiaría el dolor
No cambiaría el
No cambiaría
No
No quiero ser inmune
Quiero ser humana
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¿Y saben qué? El domingo vamos a ver a Julieta Venegas y si lloro con Ilusión, será por la felicidad de haber reconstruido nuestra amistad, nuestro amor.