Cuando tenía quince años le rogaba a señor diosito que por favor, por favor, me crecieran las tetas y el poto. Pero señor diosito solo escuchó la primera parte de mi petición.
Cursaba primero medio en un colegio católico del sur de Chile, de esos que llevan la palabra “santa” en su nombre, donde se lee la biblia cada mañana y donde te llevan a inspectoría si el jumper supera los dos dedos sobre las rodillas. Como todos los colegios católicos, este buscaba reproducir un prototipo de mujer ideal, siguiendo la figura de la Virgen María que nunca tuvo ni expresó sexualidad.
Es interesante analizar la vida adolescente dentro de los colegios católicos. Ellos y ellas crecen con un montón de ideas impuestas que luego influyen de gran manera en el desarrollo de su sexualidad y en su expresión de identidad.
Tomando en cuenta este contexto, mi adolescencia no fue muy diferente al resto de mis pares: estaba explorando mi sexualidad, y eso trajo de la mano muchas preguntas sin respuestas. Muchos placeres sin explicación.
Por las noches chateaba por Facebook con mi -en ese momento- mejor amigo, que llamaremos Fabricio. Él era de esos típicos niños pubertos que no paraban de hablar sobre sexo para ocultar su virginidad. Y no les voy a negar que yo era un Fabricio pero con vagina.
En una de esas conversaciones él me pidió que le envíe una foto en sostenes, y tras dudarlo por unos minutos, lo hice. Recuerdo que era un sostén rosado pastel y justo entremedio de mis tetas -que señor diosito hizo que me crecieran- colgaba un collar de piedra que me regaló mi mamá. Al fondo de la foto se veía un pedazo de la pared de mi pieza que estaba repleta de posters de Justin Bieber. Como dije, era una adolescente común que solo quería descubrir más de ese mundo que existía fuera de las paredes del colegio y de sus imposiciones.
Y así pasaron las semanas. Me gustaba guardar un secreto que ni a mis amigas les había contado. Pero quizá todo hubiera sido diferente si lo hubiese hecho.
Un día, caminando por esos pasillos del colegio, sentí las miradas de los compañeros del curso paralelo pegadas a mi cuerpo, como cuando los animales del Discovery Channel quieren cazar a su próxima presa.
Y ahí estaba yo, ciervo acechado. Y ahí estaban ellos, tigres hambrientos.
Con el pasar de los días, mis amigas me preguntaron que por qué de repente los niños del paralelo me joteaban. Nosotras éramos piolas. Nada más hace un año jugábamos a la tiña y al twister scout, y solo un par de nosotras había dado su primer beso.
Un viernes, decidida a enfrentar a Fabricio (y conmovida solo por mi intuición) fui a su casa de sorpresa. Me encontré con él y otro compañero al interior. Estaban tocando Lamento Boliviano con sus guitarras desafinadas.
Mi corazón en ese momento no latía, corría. No entendía con qué valentía había llegado hasta allá. Pero ya estaba ahí y debía terminar lo que empecé. Así que esperé el momento adecuado, desbloqueé su celular y me encontré con la pandemia que se esparce por casi todos los celulares que tienen hombres como dueños: un grupo de Whatsapp (solo para ellos) donde se difundían fotos de niñas de nuestro colegio, y de otros colegios de la ciudad.
Subí y subí y subí, y ahí estaba: mi sostén rosado pastel, los posters de Justin Bieber y el collar que me regaló mi mamá, junto a todos los otros sostenes y todos los otros collares de niñas que habían confiado en la mano de un hombre, que habían confiado en su discreción de cada noche.
Ya no era una niña reflejo de la Virgen María. Ahora estaba marcada por el ojo que todo lo ve. Debía pedir perdón a señor diosito para quedar libre de todo pecado. ¿Pero qué debía hacer con el deseo que corría por mi cuerpo? Tenía muchas dudas y ni internet ni la educación católica me ayudaron a responderlas.
Cuando llegué al paradero me subí a la primera micro que pasó y me bajé a tres cuadras de mi casa. Estaba desolada, enojada y muerta de vergüenza. De pronto, por esas cosas de la vida, ocurrió algo que hizo que me enojara aún más (y eso que pensaba que no podía estar más enojada).
Pasó un camión lleno de hombres y me gritaron “mijita rica”, “vengase pa acá“, y todas esas frases rancias que te dicen en la calle cuando eres niña uniformada. Yo les respondí enfurecida, pero realmente no me quedaban energías para darle lucha al patriarcado. O por lo menos no en ese momento.
Así que llamé a mi mejor amiga y le dije que venga urgente, que había pasado algo terrible.
Era 2014 cuando sentí las manos del patriarcado en mi cuello por primera vez. Desbordé pena y vergüenza, sin ningún apoyo más que el de mis amigas que tampoco sabían cómo actuar.
En esa época aún no existían organizaciones centradas en la violencia de género en línea como ONG Amaranta. Y menos una ley como la Ley Pack que busca sancionar la divulgación de contenido sexual sin consentimiento. Debemos comenzar a pensar en los derechos digitales como un tema de género, porque así como el patriarcado se escabulle por todos los ámbitos de nuestra sociedad, también busca apoderarse de los nuevos rincones donde habitamos, esos que recién se están comenzando a debatir.
La solución a esta violencia no es autocensurarse, encadenar nuestra sexualidad ni abandonar internet, sino construir nuevos mecanismos de prevención y autodefensa en comunidad, junto a nuestras compañeras.