Columna
09/11/2022
09/11/2022

Estado civil: soltera

June García Ardiles, septiembre y octubre 2022

 

 

Cuando pensé en escribir este texto por primera vez, tenía muy claro como quería titularlo: soy una farsante. Era 11 de mayo, llevaba algo más de 12 horas soltera y sentía que no lo podría lograr, que no sabía cómo se hacía realmente; quería escribirles a todas mis amigas solteras y preguntarles ¿cómo lo haces para vivir sin pareja? Y el hecho de que mi mente enunciara esa pregunta y que fuera algo tan misterioso para mí, reforzó la idea de que necesitaba hacerlo.

 

* * *

 

Entre los 17 y los 25, nunca había estado más de dos meses sin pololear. 

 

(Estar soltera, ¿está realmente de moda?)

 

17-19: N.F / 19-20: J.A / 20-25: N.S / 24-25: B.G

 

26: —

 

* * *

 

En una sociedad tan monógama como la nuestra, la soltería está muy asociada a un periodo de libertad sexual, de poder acostarte con quien quieras porque ya no te ata el pacto de la «fidelidad»; era la única forma en la que la conocía. Pasé mis temporadas sin pareja, metiéndome a destajo con quien me diera la gana, porque justamente, esa era una de las razones por las que mis relaciones terminaban. Pero ahora que venía de varios años sin exclusividad sexual, ¿de qué se trataba estar soltera?

 

* * *

 

Ese mismo mes de mayo, celebraba los dos años de mi taller neoamor y me sentí la máxima impostora del mundo. Yo, que llevaba tanto tiempo pensando, repensando, desarmando, creando y tantos verbos más, el amor, tan contraria al parejocentrismo, tan recelosa de mi espacio íntimo, tan en contra de que mis amigues traigan a sus pololes a las juntas, tan nuestro mérito no está en tener novie, tan todo eso, me pillaba desarmada ante la idea de la soltería. La construcción social sobre las relaciones que nos inunda nos dice que el amor nos vuelve dignas, que estar emparejadas nos hace valer más, que el no estarlo es una falencia. Yo, que constantemente decía con tanta firmeza: “la soltería debe ser entendida como un espacio legítimo de vida, no como un mero tránsito de relación en relación”, me encontré con el abismo de mis propias contradicciones.

 

Odio asimilar la soltería a la soledad, pero sí pasé muchas noches sintiéndome sola por estar soltera.

 

Siempre levanté con entusiasmo la mano cuando el DJ preguntaba: ¿DÓNDE ESTÁN LAS MUJERES SOLTERAS? El cuerpo sudado moviéndose al ritmo del dembow, mis amigas cerca, las luces destellando el deseo, yo riéndome con el inocente engaño.

 

Este año, cuando escuché esa pregunta en una disco, me entró un pequeño pánico.

 

Estoy acá, parece que estoy acá; sí, soy una mujer soltera, voy a levantar la mano sin sonreír, sin orgullo, solo como un hecho, o tal vez con un poco de orgullo porque por primera vez la levanto sin mentir, porque la verdad es que me ha costado, así que bueno, mejor la levanto bien alto para que vean que estoy soltera, pero eso no significa que estoy disponible para su consumo, solo la levanto para decirme a mí misma que estoy soltera, aunque no quiero que eso me defina, ¿me define?

 

En julio firmé un contrato muy importante que me individualizaba así: “June Javiera García Ardiles, chilena, escritora, soltera”. 

 

Chilena, escritora, soltera.

 

* * *

 

 

El árbol frente a mi ventana pasó de estar pelado a estar lleno de brotes, los estornudos se han vuelto más frecuentes en las mañanas, cada día muestro un poco más los tatuajes de mis brazos; la primavera recién empieza y yo me pasé todo el invierno pensando: lo que más he sentido estando soltera es frío. 

 

Martín me retó junio, julio y agosto porque la cuenta de la luz salía muy alta, y fue absolutamente mi responsabilidad. Pasaba todo el día con la estufa prendida y no había noche que no estirara coquetamente mi mano al mando del calientacamas. El invierno pasado ni siquiera se me ocurrió ponerlo, pasaba la mayoría de las noches con personas amadas que rellenaban mucho más cariñosamente esa función. Este año, en cambio, cada vez que dormía acompañada me tocaba descubrir sonidos y movimientos, ¿roncas? ¿Te destapas? ¿Recuerdas tus sueños en la mañana? ¿Te despiertas fácilmente? ¿Vas a querer desayunar o te vas a ir al tiro? Y yo tenía que dar mis propias advertencias: hago unos ruiditos como afligidos, me levanto harto en la noche por mi gato Soka, a veces giro el cuerpo en posiciones extrañas. Me gustaba la aventura de poder descubrir a la otra persona, pero también extrañaba conocer las respuestas a todas esas preguntas.

 

La soltería da frío, pero eso es fácil de solucionar. En cambio, la soledad es de otra naturaleza.

 

* * *

 

Pensé que aprender a estar soltera se trataba de poder lidiar con la falta de planes, con los silencios, con la pregunta constante de cuándo llegará el romance. Aunque la enseñanza cruda y dura ha sido entenderme sin ser la persona más relevante para alguien.

 

Gran parte de mis años en las no monogamias he querido desaprender la jerarquía impuesta sobre los afectos, lo apliqué de mí hacia afuera; dándole un lugar central a mis amistades y amando más allá de lo que se espera de ciertos amores. Pero me di cuenta de que seguía profitando de los privilegios de estar en el rango más importante. Tal vez, ahí estaba mi verdadera farsa. Era fácil revolver categorías si yo seguía estando en la punta de la pirámide para otras personas; era cómodo y probablemente también injusto.

 

* * *

 

El día después de terminar le dije al Martín que quería estar un año soltera, que no me dejara ponerme a pololear, que me lo impidiera físicamente si era necesario. Me urgía. Quería poder decirme: logré estar sin pareja un año. Como si fuera parecido a una adicción, como si algo mágico fuera a ocurrir de mayo a mayo, como si solo con el pasar de 12 meses yo descubriera el gran secreto que me tenía que revelar la soltería.

 

Llevo solo cinco de los doce meses y ¿les cuento un secreto? Ando intercambiando tuits del bot de cartas de amor con alguien hace un tiempo. No tengo la gran certeza de si esto se transformará en una relación formalísima que me lleve a desistir de mi categoría de soltera, pero sí ha sacudido lo suficiente como para que me lo pregunte. 

 

(¿Me perderé algún gran aprendizaje si vuelvo a pololear?)

 

Interrogué a mis amigues sobre cuánto tiempo ellos y ellas creían que yo tenía que estar soltera. Me llegaron diversas respuestas: cinco años (todo el tiempo que estuve antes pololeando), tres meses por lo menos, todas las estaciones del año, lo que dura un embarazo, seis meses (que fue la más popular), más de dos meses (para superar mi máximo anterior), también algunas más jipis como que hay que soltar el deber ser y que el tiempo no determina nada en las lógicas del corazón. 

 

* * *

 

El Noël me dijo que había que arder si tocaba arder.

 

No me voy a prohibir sentir por obsesionarme absurdamente con una meta.

 

(Algo se me tiene que escapar del plan de vez en cuando).

 

* * *

 

Puede que a los 26 estar soltera sí esté de moda, pero tal vez el verdadero terror está en preguntárselo a los 50, a los 60. Lo tendré que resolver en unos cuantos años más, por mientras guardo la esperanza de que, con el tiempo, se reajustarán profundamente esas valoraciones.

 

* * *

 

Termino de escribir esto y el Soka está acurrucado, pegado a mí. Lo miro y pienso que en esos meses de frío, en verdad no estuve tan sola porque estaba con él, que hay que llamar al amor «amor» y que no puedo ser tan ingrata con las personas que han estado conmigo. 

 

También, parte de mi soledad se resolvió justamente en esto: todo aquello que cargan las palabras que leo y escribo me permiten estar siempre acompañada.

 

 

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