© 2024 Galio.cl – Terminos & Condiciones info@galio.cl
Mi mamá falleció cuando yo tenía 11 meses, específicamente once días antes de que yo cumpliera un año. No tengo recuerdos de ella, no sé a qué olía ni cómo sonaba su voz. Desde niña, siempre supe que toda la identidad que pudiera construir de mi mamá sería en base a los relatos de mi familia: mis tías y mi abuela, quienes me criaron (no conozco a mi papá, pero esa es otra historia).
Cuando niña también escuchaba comentarios de la gente aludiendo a lo “suertuda” que era por no recordar a mi mamá, porque, claro, si no la tenía en mi memoria, ¿cómo podía extrañarla o sentir su muerte? “Menos mal que pasó cuando era guagüita, así no sufrió”. Menos mal.
Esos comentarios también fueron construyendo parte de la imagen que me hice de mi mamá. Como no la conocí, durante gran parte de mi vida pensé que no podía llorar su pérdida, porque creía que no la había perdido si nunca la había tenido. Cuando mis compañeros de colegio preguntaban por mi mamá, me sentía obligada a contarles mi historia porque nunca había llamado a nadie por ese apodo. Así partía mi verborrea con datos innecesarios, como que vivía con mi abuela y mis dos tías y a mi abuela le decía “mami”.
Crecí en una casa con mucho amor, pero una parte de mí siempre sintió que era “de nadie”. Ante los ojos de los demás, no tenía papá ni mamá y, por lo tanto, era pobrecita. Ese sentido de falta de pertenencia, de “no ser de nadie”, fue una narrativa que al ser adulta he podido sentir un par de veces. Sé que las madres y los padres no son siempre los que engendran y que las familias se componen de muchas maneras, pero yo tuve una madre que me quiso, que me entregó amor por once meses y nunca pude llamarla mamá. Nunca he llamado a nadie así.
Recién a los 23 años inicié un período de duelo por su muerte. Me permití sentir el dolor que siempre me dijeron que se suponía que no debía sentir, y también me permití sentir su ausencia, a pesar de haber crecido en una familia que se preocupó de cubrir todas mis necesidades.
Partí con mi proceso de duelo luego de ir a un chequeo con el cardiólogo. Mi mamá sufría de problemas al corazón y preferí descartar cualquier cosa. Cuando le conté de qué había muerto (derrame cerebral por una coartación aórtica), el doctor me explicó, desde la medicina, la causa de muerte. Después de su explicación sentí como si me hubieran comunicado la noticia por primera vez, ahí, en esa consulta.
A partir de ese momento se me hizo más difícil hablar sobre ella con terceras personas. Ya no contaba de forma tan ligera mi historia de vida, no sin que se me hiciera un nudo en la garganta que aún sostengo, incluso cuando escribo estas páginas.
Mi mamá, Liliana, encontraba su refugio en la escritura. Desde niña tuve la oportunidad de leer las decenas de cuadernos con poemas, pensamientos y diarios de vida que dejó. No sentí una conexión real con ella hasta más grande, cuando me di cuenta de que podía conocerla no solo a través de relatos de otros, sino a partir de sus escritos. A través de la escritura me he podido sentir conectada a ella y llamarla mamá en mis cartas y pensamientos.
Hoy, después de años de reflexión, crisis existenciales y momentos de autoconocimiento, puedo decir que amo a mi mamá, porque la aprendí a conocer, a abrazar su recuerdo, su memoria, y sus altos y bajos, que bien dejó plasmados en puño y letra.
Pero nunca voy a poder decirle “mamá” en voz alta.