Querría escribir que siempre lo supe, que lo tenía claro, que era obvio. Querría recordar las evidentes señales, los momentos de duda, la búsqueda constante. No era deseo, era «quiero ser como ella», «quiero que ella sea mi amiga», «quiero tenerla cerca de alguna manera». O eso pensaba.
Me costó enterarme de mi bisexualidad, a veces me pesa, a veces no.
La memoria de mi bisexualidad más clara que puedo rastrear es en las teleseries de Sabatini: La fiera, Romané, Pampa ilusión, Puertas adentro, Los Pincheira. Yo era muy chica; las terminaba viendo sin querer porque me crió mi abuela, una mujer fiel a las producciones de TVN. Mis personajes favoritos siempre eran los que interpretaban Claudia Di Girolamo y Francisco Reyes.
Después hay un salto de más de diez años. Entremedio, una heterosexualidad perfecta. Fantaseaba con pololear con cuatro de mis compañeros de curso cuando estaba en kínder, entré a scout en cuarto básico porque me gustaba un niño de sexto, sufrí de amor por varios de mis amigos, di mi primer beso a un chico que conocí esa misma noche, me lamenté porque nunca le iba a gustar a ningún niño de mi colegio. Descubrí que la solución para eso era adentrarme en actividades que me hicieran conocer a personas de otros lados, así que estuve en el equipo de debate y un tipo del Instituto Nacional me rompió el corazón, y también empecé a ir a los cursos de la Escuela de Verano de la Chile y ahí uno de San Felipe hizo lo mismo. Mis diarios de vida de esos años acarrean sus nombres: Matías, Diego, Fernando, Vicente, Carlos, Lucas, Tomás, Víctor, Felipe, Joaquín y tantos más.
Estaba claro: a mí me gustaban los hombres. ¿Pero las mujeres?
La primera pregunta llegó con mi nueva mejor amiga en tercero medio: «¿te has agarrado a una mina?». Estábamos echadas en el pasto después de almorzar, llevábamos unos meses siendo amigas y no estaba segura si era una pregunta sincera o si era una trampa. Me hirvió la cara de vergüenza. No. Nunca le había dado un beso a una mujer, tampoco había estado cerca de hacerlo. Eso le dije, pero agregué: «Igual me llaman la atención las mujeres», con la esperanza de que eso le pareciera cool de mi parte.
Ella solo dijo: «Ah, yo sí». Y quise saberlo todo.
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La mirada masculina lo atraviesa todo, también a nosotras; está en la forma en la que se retrata a las mujeres y al mundo en las producciones culturales (cine, artes visuales, literatura, etc.) para mostrar la manera en la que las mujeres nos tenemos que comportar y ver según los estándares del patriarcado.
Mujer = objeto pasivo dispuesto para el placer de los hombres.
Es desde esa mirada no solo masculina, sino que también profundamente heterosexual, que también entendemos cómo opera el deseo, cómo se ve cuando una persona (hombre) le gusta otra persona (mujer) y qué hace al respecto. Y si yo no deseo a las mujeres como los hombres desean a las mujeres, ¿cómo voy a estar segura que es deseo y no otra cosa? Este se mezcla con una idea de admiración, de querer ser amiga, de envidia a veces.
Ella tiene algo que yo quiero.
[¿Y si es a ella a quién yo quiero?]
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El 2020 tras una pandemia que nos sacudió las certezas a todes, me dije: «Tengo que empezar a salir con mujeres en serio». Y ese –en serio– se debía a que llevaba intentándolo hace varios años, pero se me cruzaron unos largos pololeos monógamos con hombres que frustraron el plan. Al final, en mis cortos periodos de soltería entre el 2015 y el 2017, me lo proponía como un juego, un «jiji, ay, si igual me gustan». Ya había superado el «me llaman la atención», aunque aún no llegaba a sentir realmente que podía tener una relación romántica con una mujer.
Así que después de pensar que el mundo se acababa, me puse en el modo más bisexual que podía tener. Subía semana por medio Baila morena a mis historias de Instagram por su icónica línea perreo pa’ los nenes, perreo pa’ las nenas, intentaba verme lo más queer posible, leía libros sáficos, pero me era particularmente difícil porque en ese momento tenía una relación abierta con un hombre, por lo que mi relación heterosexual opacaba mi bisexualidad.
No me estaba funcionando. Requería un esfuerzo distinto que aún no comprendía. Así que tomé una decisión: voy a dejar de salir con hombres. Cambié la configuración de mi Tinder y de mi mente a solo mujeres. Si no lo hacía, la dinámica heterosexual siempre iba a ser más sencilla, porque era cómoda y la conocía bien.
Aprendí que las citas con mujeres podían durar días, que incluían regalos desde los segundos encuentros, que podías estar en una quinta salida preguntándote si le gustas o si en verdad quiere ser tu amiga; que la certeza de los besos llega cuando ya están ocurriendo. Me inventé nuevas técnicas de joteo porque lo que sabía ya no me funcionaba.
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Me entristece no haber tenido una adolescencia sáfica, que mis diarios no hayan estado plagados de dramas y corazones rotos provocados por otras niñas, no haber descubierto otros cauces para el amor y mi deseo siendo más ingenua.
También me tranquiliza no haberlo vivido. Entenderme como una mujer bisexual siendo más grande me hizo experimentarlo de una manera más calmada, más informada, más acompañada. Menos preocupada por la reacción de mi familia.
No salí del clóset porque lo encontraba absurdo, nunca les había dicho que era heterosexual, así que un día solo conté que tenía una polola y lidié con sus reacciones. Por las parejas que había tenido hasta el momento, evidentemente lo asumían, porque la heterosexualidad es la norma, el punto de partida. Pero a mí eso no me urgía, era problema de ellos.
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Ya cuando llevaba un buen rato viviendo mi deseo sáfico a más no poder, disfrutando de la belleza de salir con mujeres, de ir a sus casas y que tengan desmaquillante y tampones, de las citas producidas, del exceso de intimidad compartida, de sentirme más relajada con mi cuerpo y mi apariencia en general, llegó el otro pensamiento: y si nunca me gustaron los hombres.
Entender cómo funcionaba mi deseo con las mujeres, cómo disfrutaba del sexo si no había un hombre entre medio, cómo me comportaba en el ámbito del flirteo no heterosexual, me obligó a revisar todas mis interacciones con hombres hacia atrás y fue terrible. Se me desmoronaba todo.
¿Lo amé realmente? ¿Me gustaba o me gustaba gustarle? ¿Por qué seguí viendo a este tipo si era así conmigo? ¿Quería tirar o quería quedar bien con él? ¿Lo pasé bien o estaba preocupada de su placer solamente? ¿Me gustan los hombres? ¡¿De verdad me gustan los hombres o es lo que aprendí que me tiene que gustar?!
Si me gustaban tanto las mujeres, ¿a dónde se había ido mi deseo hacia los hombres? Era tan minúsculo que yo lo pensé inexistente. Me costó un buen rato asumir que ahí estaba, que no era mucho, pero que sí era real. Ahí entendí algo que sale en todas partes, pero que aún no se me había hecho certeza en el cuerpo: ser bisexual no es 50% / 50%, no siempre, no necesariamente. Para mí fluctúa bastante, la balanza siempre se inclina más hacia las mujeres, pero eso no me hace menos bi.
Y sí. Había amado a hombres, había sido muy feliz y disfrutado con muchos, pero también me había obligado a fingir con otros. La heterosexualidad tiene mucho de eso, de ponerse a disposición. Por eso desde que empecé a salir con mujeres cambió muchísimo mi estándar y me parece que mejoró mi relación con los hombres. Me hizo más sincera, menos preocupada por cumplir, más interesada en ser auténtica.
Mis últimas dos parejas han sido mujeres y eso también ha invisibilizado mi bisexualidad. Es la historia de todas las personas bisexuales cómo se nos ve desde afuera. Relación con un hombre = heterosexual. Relación con una mujer = lesbiana. Pero no tenemos por qué sacar nuestro historial amoroso para justificarnos.
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He dudado de mi deseo, eso no se extingue por completo, es una pregunta constante. No necesariamente quién me atrae, más bien cómo y por qué. Es rastreando esta historia, buscando esas memorias, que me la explico a mí misma, que la hago mía: soy una mujer bisexual.
«Escribir un deseo es un acto de confirmación», dice Camila Sosa Villada en El viaje inútil.