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No las veía hacía mucho tiempo. En realidad, llevaba mucho tiempo sin ver a ningún miembro de mi familia materna. No es fácil, a mucha gente le pasa. Cuando te vas de la casa de infancia y haces tu vida, es como que te tiras por un tobogán distinto. Y vas súper rápido. Admiro a esa gente que contacta rigurosamente a su familia, tienen grupos de WhatsApp, rituales de año nuevo, comilonas, se juntan en los cumpleaños y son, de alguna manera, ese grupo de amigxs original, primero. A mí no me pasa. No tengo casi familia paterna y la materna es eso, complicado. A veces las circunstancias nos unen, pasan cosas. Aunque en general son cosas mala onda que traen ese efecto colateral más ameno, tipo todas las García tomando cerveza en un bar después de ir a dejar a alguien al hospital. O tomando once en una mesa heredada, buscándole la gracia a una tragedia. Funciona, nos reímos, entendemos todo. Aunque también hay varios bandos entre las mujeres de mi familia, y me encantaría verlas juntas de nuevo. Pero ya no soy una niña, a veces no se puede. Y no es problema mío tampoco. Bueno, un día me dio la hueá, quise verlas y les escribí. Así no más. Nos instalamos en el patio de la Cote, una de mis primas, y tomamos, contamos historias de divorcios, recordamos carretes antiguos y entre las hermanas revivieron peleas de infancia. Esa noche pactamos un paseo a la playa todas juntas. Un par de semanas después se concretó.
La Cote y la Paula son hermanas, de mamá y de papá, algo que es raro en mi familia. Son hijas de Gonzalo, hermano de mi mamá, y la Mane. En realidad, en total, Gonzalo tuvo cuatro hijas, tres con la Mane y la menor con su última esposa. Y la Mane, por su lado tuvo las mismas tres hijas y cuatro más con su segundo esposo. Es mucha gente. De toda esa gente, me fui a la playa con la Cote y la Paula. No se parecen en nada: La Cote es igual a la Mane, arrastra las consonantes y habla rapidísimo. Tiene el pelo castaño, largo y liso, es fanática de Luis Miguel, tiene una mirada siempre coqueta y la risa revoloteándole en la punta de la nariz todo el tiempo. La Paula es morena, pelo negro, largo y liso. Tiene un tono de voz pastoso y grave, habla lento. Está enamorada de Chris Cornell y en realidad eran la pareja perfecta. Tiene la risa explosiva de Gonzalo, sus facciones y su color. Las dos son agudas, sensibles y frontales. Las dos son madres y hace harto tiempo. En este paseo solo la Paula llevó a sus tres menores, Josefina de 14, Emiliano de 9 y Elisa, de 6 años. Y yo llevé a mi Leo de 7.
La cabaña era hermosa. Un jardín pleno, lleno de flores, una terraza de madera con espacio suficiente para los juegos de la mañana y el aquelarre de la noche. Camas de sobra, y hasta un pequeño mueble con botellas de enguindao que después tocaría reponer. Nos instalamos, fuimos de compras a un almacén, tomamos once con entusiasmo, pero también cansancio, vimos el Festival de Viña y a dormir. Para la mañana siguiente, Paula, que es deportista, nos preparó una excursión imposible a la Playa de las Conchitas. De alguna manera Cote y yo, que no lo somos, la seguimos. Bajamos a la Caleta de Las Cruces, que me hechizó unos años antes, porque es una calle rodeada de casas preciosas, muy verde, con una bajada empinada de tierra, cubierta de árboles gigantescos, que termina en una playita de rocas que parece intocada. Antes los botes amarrados a la orilla bamboleaban ahí todo el día después de las pescas madrugonas. Ahora solo había un bote, en tierra, como diciendo aquí estuvimos. Entonces la Paula nos llevó por un sendero entre rocas y quebrada camino a la Playa de las Conchitas. Para dar el ejemplo, hizo todo el recorrido con un cooler gigante lleno de cervezas colgando del brazo sin quejarse. Con la Cote no llevamos nada, pero nos quejamos todo el tiempo. Y yo, que le tengo pánico a las pendientes y soy cobardísima cuando se trata de Leo, lo dejé ir, absorbiendo algo de la tranquilidad de la Paula, que dejaba que la Elisa se fuera por su cuenta, confiando en sus manitos y en sus pisadas de guagua, en su curiosidad y su criterio. Leo estaba en el cielo. Un verdadero alpinista explorador ninja sayaiyin. Qué ganas de ser Paula todos los días.
La Playa de las Conchitas era pequeña, blanca y cerrada. Perfecta para la infancia. Yo llevé un calzón de bikini que encontré de pura suerte entre mi ropa y, como nunca en la vida, me metí al agua. Llevo muchos años evitando las aguas, me ponen nerviosa. Era la niña a la que todos ahogaban, hundían, salpicaban, y como no nado bien, nunca me supe defender. Pero esta vez, sin hombres merodeando, me fui a sentar tranquila en la orilla. Hice pipí. Encontré dos cangrejos pequeños recién muertos y se los di a Leo. Dejé que el agua viva me tapara y taché una fobia de la lista al menos por esa tarde. Nada estaba en mi zona, ni el sol sobre la piel blanca, ni el tipo de juegos que estaba jugando Leo, arriba de una roca que yo no podía subir. Tampoco el agua salada, ni exhibir mis piernotas en público. Era una lista gigante de cosas que jamás habría juntado en un solo lugar, en un solo momento. Y sin embargo una gran calma se sentaba firme en la boca de mi estómago. No sé si fue el relajo de ser la menor de las primas. Quizá el no lidiar con parejas o tíos, masculinidades en general. Y no lo digo por ellos, lo digo por cómo nos comportamos cuando andan cerca. O quizá la cerveza y saberme querida por mi familia. Intocable, como te pone el amor. Estaba tranquila.
Volver a la cabaña fue muy difícil. El camino se hizo más corto, pero las piernas me temblaban. Al llegar al auto fue evidente que mi musculatura estaba con daños y que el día siguiente sería un desafío. Me sentía líquida. Llena de arena y sal por todos lados, con el pelo endurecido en el moño que se mojó y la espalda quemada. Recordé con muchísima claridad por qué no me gusta ir a la playa y me subí al auto arrepentida, como con caña y vergüenza de haberme dejado llevar por instintos tan bajos como un baño de mar. Después se me pasó. La ducha estaba rica, Leo muy dócil. Cocinamos como en una coreografía ágil, aprendida, no faltó nada y todo fue a tiempo. Más tarde llevamos a las guaguas a los juegos inflables para agotarles lo que les quedara de pila y volvimos a la casa a tomar cerveza y conversar. Sinceramente, a lo que vinimos.
Pero no es fácil hablar ahora de eso. Me resulta imposible volver a esa conversación a sacarle una frase o un sujeto, volver y decir, hablamos de esto. Y de esto otro. Siento como si hubiese pasado horas hablando en dialecto. Uno que, pasado el trance, ya no entiendes. Pero sí sé que le tocó su tajada a todos. Todos, y esto sí va en masculino. Padres, hermanos, parejos, hijos, suegros, amigos, pinches, jefes. Todos puntos de quiebre, callejones sin salida. Etapas incineradas como en una pira, que sin embargo cada vez que se recuerdan hay que volver a quemar, y con la misma potencia porque resucitan como si todos los años de terapia y reconstrucción hubiesen sido un mal chiste. Hay perdón, hay olvido, hay templanza y diálogo. Pero una se queda con el daño. Ahora, en la playa, en una terraza húmeda, conversando con mis primas, todo eso salió, lo estiramos sobre el mantel, lo mostramos con resignación. Y un poco de orgullo. Los hicimos calzar y los apretujamos en una playlist de clásicos italianos en español. La pira donde se quema el daño es a veces un karaoke clandestino. Hablar así fue inventar algo nuevo entre nosotras, lejos de Santiago, no en una emergencia, no en un funeral, donde la familia se ve las caras pero nadie puede decir nada. Y pude verlas a ellas dos, en solitario, y no en el tumulto de mujeres García. No porque somos familia, pero también por eso. Ahí salió el enguindao, y más tarde incluso salió el sol.
Desperté tarde, deshidratada, con un pitido en la cabeza y ese dolor con risa que da en las piernas después del primer día de Educación Física en marzo. Lxs niñxs estaban viendo una película y picoteando cereales, felices en su anarquía, mientras nosotras de a poco salíamos a la superficie. Para el desayuno, de nuevo la coreografía se desplegó como la migración de las aves y el cambio de estación: todo rico, todo a tiempo. Y con la complicidad de una caña moralizante, enaltecedora y profunda. Descubrí que el secreto de sentirse a gusto entre la gente es la certeza de que no necesitas ocultar nada. A veces puedes conocer poco tiempo a una persona y sentirte libre de ser quién eres en todo momento. Esa es mi forma de enamorarme. Pero con la Paula y la Cote no necesito ocultar nada porque saben perfectamente cuál es el problema. Conocen mi daño porque estuvieron ahí. Y si no estuvieron, puedo jurar de guata que les tocó algo parecido. Que no hace falta dar explicaciones. Que son madres solteras, sin un título profesional altisonante, en un Chile jueputa que cuando empiezas a agarrar vuelo te pone chinches en el camino. Sé también, con toda seguridad, que me tocó mucho más fácil que a ellas. Que esos casi 15 años de rango que nos separan son cruciales para muchas cosas. Y no es como escuchar a tu mamá o tu abuela decir, en mis tiempos las mujeres no podían tomar. O en mis tiempos si te ponías falda corta te pegaban correazos. No es lo mismo porque 15 años no es mucho tiempo. Están ahí mismo, a un brazo de distancia, con cicatrices absurdas e historias de terror que nunca me va a tocar vivir, únicamente porque me tardé unos años más en nacer. Pero uf, qué cerca estuvo, y aun así, puta que costó.
Repusimos el enguindao, lavamos los ceniceros, y si alguien nos escuchó quebrar la madrugada costera con Gianni Bella a los gritos, no hubo quejas. Cantamos bien.