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Pasé cuatro semanas sola en Japón, un país fascinante en su misterio y su exhibición, y del cual podría contar tantísimas cosas, pero hoy quiero ser injusta y escribir sobre lo que más eché de menos. En Japón extrañé sobre todo comer con cuchara y encontrarme con lesbianas en la calle. Puede que piensen que no tienen nada que ver una con la otra, sin embargo, para mí son dos cosas que me hacen sentir muy cómoda, a gusto, contenta.
No sé si a ustedes también les pasa, pero tengo la sensación de que Santiago está lleno de lesbianas. No digo que en Japón no existan (ごめんね、日本のレズビアン のみんな), solo que yo no las vi. Estuve en la ciudad más poblada del mundo (Tokio tiene 37 millones de habitantes) y no vi a dos pololas de la mano. Probablemente una lesbiana me sirvió un matcha latte o me indicó cuál era mi tren o me quitó la última Hello Kitty con piernas y uniforme de colegiala que había en la tienda Sanrio de Ikebukuro. Y no quiero decir que las lesbianas son lesbianas en la medida de que tengan una pareja, solo establezco que algo que veo constantemente en Santiago, no lo vi allá.
Pero no es una idea nueva, lo pensé también hace unos meses cuando viajé con mi polola a Bolivia. Fuimos de vacaciones y también quería que se conocieran con mi familia. Era inevitablemente un gran hito. No sé de ninguna otra persona dentro de mi lado paterno (bueno, del materno tampoco) que haya sido abiertamente queer. Es raro pensar que soy la primera o la única, porque la verdad es que no lo creo. Tiene que haber alguien más, un tío abuelo bi o una prima de segundo grado lesbiana.
Mi familia es muy cariñosa y también muy católica. Lo primero me daba seguridad, y lo segundo me ponía nerviosa. Pero bastaron unos pocos minutos del almuerzo para disipar cualquier temor. Todos y todas se fueron presentando, transmitiéndonos la alegría de tenernos ahí, no paraban de ofrecerle comida y traguitos a la Gabi, contaban anécdotas de cuando yo era chica y no toleraba bien la altura, y nos sugerían imperdibles para nuestro viaje. En esa hermosa mezcla que son, nos mandaron a visitar a la Virgen de Copacabana, pero advirtiéndonos de que no entráramos de la mano porque la virgen es celosa y separa parejas.
—A lo mejor solo a parejas hetero —le digo bajito a mi polola.
Ni en La Paz, ni en Copacabana, ni en Oruro, vimos a otra pareja de mujeres. En la Isla del Sol, sí, pero eran extranjeras también.
A lo mejor si hubiéramos logrado entrar a la casa de Mujeres Creando, una importante organización feminista de Bolivia, nos habríamos encontrado con otras como nosotras. Tal vez incluso nos habríamos topado con una de las lesbianas bolivianas más icónicas: María Galindo, cofundadora del espacio. Pero viajamos en época de carnaval y casi todo estaba cerrado.
Encontramos alegría queer en otras pequeñas cosas: ver un mural LGBTQIA+ en una estación de teleférico, la única alusión pública a los colores de la diversidad sexual con la que nos cruzamos. Buscar libros en la librería La Audacia, donde nos recomendaron una gran diversidad de obras, incluyendo autores y autoras disidentes sexuales. Sumarnos a un tour de un guía boliviano que acompañaba a unas monjas coreanas, quienes en nuestras mentes, eran pololas igual que nosotras.
Les conocimos en el bus de La Paz a Copacabana y nos ofrecieron un espacio en la
embarcación con la que cruzarían el Lago Titicaca hacia la Isla del Sol, lo cual también incluyó un paseo a la Basílica de Nuestra Señora de Copacabana, un delicioso almuerzo y una excursión por la zona del Templo del Sol. María y Graciela, sus nombres cristianos, eran monjas que estaban de misión en Chiquitania. Hablaban muy bien español, pero entre ellas cuchicheaban en coreano sonriendo. Las veíamos caminar juntitas con una versión de hábito más moderno, seguramente ajustado al calor de los llanos bolivianos en los que vivían. Se compartían chocolate y se sacaban selfies.
Escribo y escribo de lesbianas, pero yo soy bisexual.
A veces siento que hago apropiación cultural cuando soy vista como lesbiana porque estoy emparejada con una mujer.
¿Existe una lesbiana en mí? ¿Convive con la bisexual que soy?
Mi polola dijo que yo amo como lesbiana y me pareció tan lindo. Qué honor.
Si alguien me ve con la Gabi en la calle podría pensar “ahhh, dos lesbianas” y no me molestaría porque yo también lo pienso cuando veo a dos mujeres de la mano. Aunque a veces también agrego a esa idea: o dos bisexuales.
Me hace feliz cuando sé que alguien es lesbiana. Lo siento como una ganada.
Hace poco vi que Natalia Palomares, una bailarina que está en el tour con Shakira y que me aparece mucho en Tiktok, tiene una polola. Me alegré como si fuera mi amiga.
¿Ganarle a quién? ¿Felicidad de qué?
Ganarle a la heteronorma que nos exige ajustarnos a su triste molde. Felicidad de ser muchas y estar en todos lados y saber que de solo vernos hacemos que ciertas cosas sean más fáciles para otras.
Igual sigo teniendo miedo. El fascismo está allá, pero también aquí mismo. La violencia de repente nos explota en la cara y nos recuerda que estamos en peligro, por disidentes sexuales, y también por mujeres. Aparece de manera disfrazada y otras encarnada en personas que decían querer resguardarnos, ser nuestras —aliadas—.
“Si pudiera hacerte saber:
dos mujeres juntas es una tarea
que nada en la civilización ha hecho sencilla”
—Adrienne Rich
Miro las publicaciones y videos de @visteatuslesbianas, y lloro de emoción. Es tan lindo y tierno, hay tantas posibilidades de historias lésbicas.
(No quiero tener miedo, solo quiero jugar a vestir a mis lesbianas)
Canto con ganas: “y qué bueno que salí maricón”. Lo escuché en una canción de akriila que lo escuchó en una canción de Anwandter.
(No quiero tener miedo, solo quiero ver a una lesbiana en el escenario con una polera
que dice lesbiana frente a muchas pequeñas lesbianas)