Al hablar de vestuario no estamos hablando solo del objeto material que llega a nuestro clóset. Detrás hay una compleja historia sobre su origen, el proceso de desarrollo e incluso el cómo nos vinculamos con aquella prenda: lo que nos hace sentir el llevarla y el cuidado que le damos.
No necesariamente desde la negligencia pero sí desde la ignorancia, muchas de las cosas que hay detrás de la ropa que usamos no las tomamos en cuenta: la increíble cantidad de manos por las que pasó, todos los procesos detrás, la alta huella de carbono que ha generado y que solo seremos parte de su vida útil un porcentaje muy mínimo comparado al total de años que tardará en degradarse: 200.
Actualmente se consumen 100 billones de prendas en todo el mundo, mientras que la industria de la moda es la responsable de casi el 10% de todos los gases invernadero, lo que la convierte en la segunda más contaminante después de la del plástico. ¿Qué es lo que la hace ocupar tan poco célebre lugar?
“Como las marcas han estado centradas en el producto final, han descuidado conocer su cadena de suministro”, asegura Pablo Galaz, representante del capítulo chileno de Fashion Revolution Chile, movimiento mundial que busca cambios en el paradigma del vestuario.
Desde el 2006 cuentan con el ‘Fashion Transparency Index’, iniciativa con el que las empresas pueden autoevaluar el conocimiento del impacto que generan. Sin embargo, participar de estas iniciativas es algo voluntario. Si las empresas no tienen la información, mucho menos la tendrán les consumidores. Una frase que habla de la imposibilidad de trazar esta historia.
La mayor preocupación por el impacto de nuestras prácticas ha impulsado una mayor investigación. Poco a poco, la historia de violencia sale a la luz.
Por extraño que suene, es posible que cualquier prenda de tu clóset ya haya viajado más que tú por el mundo. Y, lamentablemente, también ha gastado mucha más agua: solo una polera utiliza en su producción la misma cantidad que tú consumirás en casi 20 años.
Sigamos a esa polera. Su vida comenzó en algún campo de cultivo de algodón, campos que utilizan el equivalente al 3,5% de toda el agua dulce que se usa en la agricultura mundialmente. Y esto es tan solo el inicio de esta película biográfica textil, que de glamour poco tiene, pero desborda drama.
La demanda de algodón crece sin parar y su producción debe ser cada vez más eficiente, por lo que los cultivos son rociados con químicos que afectan al ambiente, los trabajadores y comunidades cercanas. El estudio “Trapos Sucios” de Greenpeace, comprobó que las plantaciones para textiles utilizan el 24% de todos los insecticidas y el 11% de todos los pesticidas en el mundo.
La película continúa y a pesar de lo intensa de su historia, la polera sigue muy lejos de nuestro clóset. Luego de su cosecha, el algodón fue seleccionado y posteriormente vendido. Alguien lo compró, lo transportó y lo procesó, lo convirtió en hilo y puede haberlo teñido. Fue vendido para hacer la tela, que tras un proceso de corte, costura, estampado, planchado y empaquetado, está listo para nuevamente ser vendido y transportado a los puertos y bodegas, terminando en la vitrina de alguna tienda hasta que la transportemos a nuestro hogar e iniciemos su cuidado: constantes lavados y planchados.
Este modelo involucra miles de kilómetros en traslado terrestre y marítimo, cantidades enormes de energía y millones de puestos de trabajo. Según el informe Global Fashion Index, el consumo anual de ropa por hogar es el equivalente a manejar 6.000 autos. Es decir, 1.5 toneladas de CO2. Y leíste bien: por hogar.
Pero en la película oficial de nuestra polera, estas escenas han sido cortadas.
Por otro lado, no todo nuestro clóset es de algodón. Actualmente predominan las fibras sintéticas debido a su bajo precio, facilidad de producción y versatilidad en expresar las últimas tendencias.
Y en cuanto a contaminación, es una historia similar. La ropa de poliéster y acrílico es la responsable del 34,8% del micro plástico presente en el mar: lavar toda tu ropa arroja al agua media tonelada de microfibra al año.
Naciones Unidas ya ha puesto fecha límite. El 2030 es la barrera para impedir que la temperatura de la tierra suba, evitando cambios irreversibles para el medio ambiente. Al no poder dejar de vestirnos y considerando este escenario, varios han acudido al llamado.
Diseñadores por Chile es una organización que busca fomentar la asociatividad para impulsar los cambios que demanda la industria chilena y el contexto mundial, la que ya cuenta con más de 50 profesionales inscritos en todo el país.
“Hay pocas marcas que lideren en el país el camino de la sustentabilidad generando el menor impacto ambiental, social y cultural. Pero la continuación de esta ruta depende de múltiples factores, entre los que el papel de un consumidor más consciente es fundamental”, aseguran Alejandra Bobadilla, directora creativa de la marca Surorigen, y María Luisa Portilla, diseñadora y académica.
Actualmente trabajan por un espacio de reflexión donde las marcas puedan evaluar y tomar decisiones sobre en qué categoría se encuentran y cuál es el impacto negativo que tienen, para así crear un plan de trabajo que mejore las condiciones y la sustentabilidad de los proyectos.
Diseñadores locales como Y.A.N.G e Ingrato basan su trabajo en la reutilización de materiales y la sustentabilidad.
Desde hace algunos años ha tomado cada vez más fuerza el “slow fashion”, movimiento que aboga por cuestionar y ser conscientes de nuestras prácticas de compra, cuidado y desecho de vestuario. Se impulsa el comprar cosas hechas localmente porque, al reducir el transporte, la huella de carbono es menor, además de elegir prendas de mayor calidad y versatilidad para alargar su vida útil, junto con el reparar y reutilizar siempre que sea posible, para aminorar el impacto del desecho.
“Es importante que las personas no solo se preocupen por el precio. Sostenemos que todes pueden ser activistas y hacerse responsables. Presionar para que las empresas cambien, ya que un cambio del modelo necesita metas a corto, mediano y largo plazo. Que esas se cumplan, depende de la atención que pongamos en ello”, asegura Pablo Galaz, director ejecutivo de Fashion Revolution.
Sofía Calvo, escritora, docente y activista por una moda más consciente y creadora del medio Quinta Trends, afirma que lo principal tiene que ver con un cambio en nuestro consumo, ya que muchas veces olvidamos que las expresiones de consumo son, de hecho, expresiones del modelo.
“Hay que generar un debate fuerte sobre este tema. A veces hay mucha demagogia, sobre todo con el estallido social, sobre la dignidad, el respeto y la conciencia hacia el otro, pero eso no se ve reflejado en actos cotidianos como vestirse. Nos alegramos por conseguir algo barato, sin entender el costo real y lo que eso significa para el entorno y las personas que se involucran en la creación”, asegura.
Calvo cree que falta más información y también que esta llegue efectivamente a les consumidores. Pero principalmente, falta una visión crítica tanto de productores como de consumidores, la que debiese ir acompañada por una intención de saber y cambiar.
La moda, y sobre todo la del slow fashion, puede convertirse en un agente de cambio social. Una industria que emplea a 75 millones de personas en el mundo, de las cuales 75% son mujeres, tiene mucho que hacer por mejorar las condiciones laborales, involucrar a las comunidades y sus identidades, la revalorización de materias primas dejadas de lado y finalmente dar una vida digna hacia todo lo que hay detrás.
“Estamos tan acostumbrados a solo tener el producto final, que entender todo el tiempo, energía e historias que hay detrás de la confección, ayudará a cambiar muchas cosas”, concluye. Y es que el relato de nuestras prendas aún no termina, y depende de nosotros escribir con ellas la historia de nuestro futuro.