Columna
19/04/2024
19/04/2024

La memoria infinita de las letras, la memoria infinita de las imágenes

Cuenta Maite Alberdi (directora de La memoria infinita) que al principio Paulina Urrutia (protagonista de La memoria infinita) se oponía rotundamente a la realización del documental La memoria infinita. “Acá no hay historia de amor que filmar”, sentenciaba. Por razones obvias, la actriz y exministra de Cultura quería evitar que su esposo (aquel periodista insolente que desafió a la dictadura arrojándose a las calles santiaguinas para registrar la desolación) fuera expuesto ante el mundo padeciendo las ingratas consecuencias del alzheimer.

Todo cambió, sin embargo, una tarde en que almorzaban los tres. En el momento en que se disponían a comer, el periodista intentó agarrar su tenedor, pero el temblor incesante de su mano se lo impidió. Tras suspirar amargamente, clavó sus ojos en su esposa y le dijo: “¿Por cosas como estas no quieres filmar? ¿Te da vergüenza que yo no pueda agarrar un tenedor?” Guardó silencio, volvió a suspirar. “A mí no me da vergüenza”, prosiguió. “Yo no tengo miedo de mostrar mi fragilidad”. Acorralada, la actriz no tuvo más opción que otorgarle el ansiado “sí” a la cineasta, aunque sin llegar a comprender por qué su marido se mostraba tan entusiasmado frente a un proyecto que se vislumbraba tan incómodo; de aceptarlo, la intimidad matrimonial se vería desgarrada por la irrupción de una cámara ajena cuyo propósito sería filmar las puñaladas –cada vez más hondas– que el alzheimer prometía asestarle al amor.

Pasó el tiempo y Augusto Góngora murió; el periodista no alcanzó a atestiguar cómo La memoria infinita se transformaba en el documental más exitoso en la historia del cine chileno; tampoco pudo atestiguar cómo su esposa –al momento de ver por primera vez la obra– derramaba gruesas lágrimas a la luz de una deslumbrante revelación; Maite Alberdi lo explica así: “La Paulina dice que entendió a Augusto luego de ver la película; entendió, finalmente, por qué él quiso hacerla”.

¿Qué fue lo que “entendió” Paulina?

Conjeturar una respuesta es la ambición que alienta estas líneas.

Nadie podría negar que La memoria infinita es un título extremadamente soberbio; todo lo humano es perecedero; “infinito”, por tanto, no es una palabra que esté reservada a los humanos, sino sólo a los dioses.

Dominar el Infinito es suponer que dominamos el Tiempo; si eso no es soberbia, entonces la soberbia nunca ha existido.

Pero luego comienza el documental y la dolorosa sublimidad de las imágenes nos conmueve de tal manera que entonces no podemos evitar que nuestra alma escéptica sea embrujada por la ilusión de que no todo lo humano es perecedero; por la maravillosa e ingenua ilusión de que la memoria humana es, efectivamente, infinita…

Basta rememorar esas escenas estremecedoras en las que Góngora –perdido en la espesa bruma de su alzheimer– parecía haber olvidado para siempre el semblante de su esposa. Y, sin embargo, de un momento a otro, su delirio se desvanecía, el pálpito desenfrenado de sus sienes se apaciguaba… Él, entonces, volvía a mirarla con ojos chispeantes de ternura. Él, entonces, volvía a decirle “te amo”.

Es probable que el demonio del alzheimer experimentara en aquel momento el amargo sabor de la frustración al verse incapaz de asfixiar la llama de amor que, porfiadamente, asombrosamente, persistía ardiendo en la memoria del periodista.

Tal vez el amor sea la verdadera memoria infinita. Tal vez el amor sea la prueba irrefutable de que una pequeña parte de los dioses habita en nosotros.

***

Pero, a fin de cuentas, no sería más que una pequeña parte. Y una parte, por cierto, muy frágil. Pues el amor podrá burlar al alzheimer, pero jamás a la Muerte.

Cuando una persona muere, muere también el amor que latía dentro de esa persona. Porque el amor vive en el cuerpo; el cuerpo es la casa del amor. El amor, sin cuerpo, está condenado a sucumbir en la fría intemperie del vacío.

Así pues, si no hay carne, no hay amor. El corazón de Góngora dejó de palpitar y ahora él ya no puede recordar, o lo que es igual, ya no puede amar.

El amor no es, por tanto, infinito; el amor es, simplemente, humano. Y como todo lo humano, el destino del amor no es otro que desaparecer en los insondables abismos de la Nada.

Aseverar lo contrario equivaldría a decir que el amor –a despecho del cuerpo– continuará viviendo en aquel misterioso Más Allá de las fronteras de la carne, alimentado por el aire sobrenatural de la Eternidad.

En tal caso, La memoria infinita se volvería un título todavía más soberbio, puesto que vendría a plantearnos que la memoria humana (manifestada en el amor) sobreviviría no sólo al Tiempo, sino también a la Muerte.

***

Al comienzo de La memoria infinita, Silvio Rodríguez –bajo el ritmo suave y melancólico de su guitarra– se pregunta: ¿A dónde van las palabras que no se quedaron? / ¿A dónde van las miradas que un día partieron? / ¿Acaso flotan eternas, como prisioneras de un ventarrón? / ¿O se acurrucan entre las rendijas, buscando calor?

¿A dónde irán a parar nuestros recuerdos? ¿A dónde habrán volado los dulces suspiros de esa noche mágica en que fuimos Uno, a dónde las ardorosas lágrimas de esa mañana repugnante en que sentí vergüenza de respirar, a dónde el éxtasis de mis ojos al contemplar ese atardecer íntimo frente al mar?

¿A dónde van? Esa incertidumbre –atávica e irresoluble– ha trastornado la conciencia de los seres humanos desde el origen de los tiempos; para anestesiarla, fue preciso inventarnos un Más Allá, uno en donde la memoria pudiera erigirse sobre cimientos firmes y perennes, uno en donde la memoria pudiera ser inmortal.

Pero yo –a cotrapelo de la metafísica– quisiera proclamar la existencia de una segunda memoria infinita: una más modesta, pues no deposita su esperanza en patrias celestiales; una más romántica, pues –aunque lucha incansablemente contra el Tiempo– sabe de antemano que su destino es la derrota.

Más aún: creo que Augusto Góngora no sólo era ferviente partidario de esa otra memoria infinita, sino que además era cultivador de ella.

Me refiero a la memoria de las letras, me refiero a la memoria de las imágenes.

***

Tal vez la fe de Góngora en esa memoria nació bajo el influjo aciago de la dictadura. Tal vez, en el frenesí de la represión, su instinto periodístico se preguntó: ¿Cómo puedo evitar yo que las postales de la barbarie sean succionadas por los negros pozos del Olvido?

La solución que el instinto periodístico concibió no fue muy diferente a la que varios siglos antes (y en un reino muy, muy lejano) había concebido ya un tal Shakespeare. En uno de sus sempiternos Sonetos, el mítico genio inglés se preguntó cuál sería el mágico secreto para enraizar la belleza de su amado en los jardines de la Eternidad: ¿Qué opondrá el aliento veraniego / al despiadado embate de los días / si el tiempo tumba pórticos de hierro / y ni la roca aguanta su embestida? En el último terceto, el poeta aventura una respuesta que –para regocijo de mortales– no es divina, sino terrenal, cotidiana, prodigiosamente humana: No salvará a mi amor sino un milagro: / que impreso en tinta negra brille tanto.

Góngora, como Shakespeare, también acordó un pacto con la escritura, mas no para “salvar el amor”, sino para inmortalizar la aflicción; urgido por el asedio del Olvido, el periodista forjó, junto a un grupo de colegas, La memoria prohibida, una extensa crónica cuya investigación se desarrolló en la década del 80 y cuyas páginas retratan episodios icónicos del ocaso de la Unidad Popular y del nacimiento del régimen militar.

La perplejidad ante la tenaz persistencia de las letras sobre el papel lo habrá conducido a descubrir, años más tarde, la memoria de las imágenes. Acaso ese fue el condimento que más lo sedujo del proyecto Teleanálisis; a través de aquel noticiero clandestino, Góngora –acompañado de un nuevo equipo de corajudos reporteros– perpetuó con una cámara y un micrófono un sinfín de caras y voces anónimas que encarnaban la pesadumbre de una patria devenida en cenizas.

El tiempo pasaba, pero letras e imágenes, increíblemente, quedaban. Llegó la democracia y él, asombrado por la inmortalidad que el periodismo le había conferido a la aflicción, comprendería que ya era momento de inmortalizar el amor. Habrá sido entonces cuando adquirió su preciada cámara de vídeo portátil…

Con esa cámara –cuyas grabaciones aparecen a lo largo del documental– eternizó alegrías de Año Nuevo, aventuras románticas por paraísos australes, la edificación de su hogar, la coronación de un vínculo de veinte años a través de una ceremonia nupcial… Escenas en las que sólo cambiaba el decorado, puesto que siempre permanecía la misma protagonista, ella, su esposa, su amor, la Paulina… De esta manera, Góngora parecía no sólo apropiarse del último terceto de Shakespeare, sino también de actualizarlo: No salvará a mi amor sino un milagro: / que impreso en “imágenes vivas” brille tanto.

Quizá eso fue lo que entendió Paulina Urrutia cuando vio por primera vez La memoria infinita: que el gran deseo de su esposo era que el amor de ambos brillara para siempre en la memoria de las imágenes, del mismo modo que él había logrado inmortalizar la pena de un país en la memoria de las letras.

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