28/08/2018
Fotografías: Paloma Palomino Texto: Paula Espinoza
Fotografías: Paloma Palomino Texto: Paula Espinoza
28/08/2018

Resistencia Feminista

 

Hace un tiempo -no sé hace cuánto- leí por ahí -no sé dónde- que la rebeldía estaba desapareciendo de la cultura. La idea -que sí sé quien la formuló- fue dicha por la filósofa, psicoanalista, teórica de la literatura y feminista francesa Julia Kristeva. Estas palabras volvieron con fuerza a mi memoria el pasado 16 de mayo, cuando un grupo de mujeres -encapuchadas y mostrando las tetas- protestaron en el interior y exterior de la Pontificia Universidad Católica de Chile. La acción, que tuvo por objetivo acusar la educación sexista, fue realizada frente a la estatua del papa Juan Pablo II, instalada en un espacio emblemático de la institución: su Casa Central. Lo que pasó a continuación puede describirse como las réplicas de un fuerte temblor. La manifestación se convirtió de inmediato en una imagen, rotulada como protesta feminista, que rebotó y rebotó en el ciberespacio. Para mí, fue pura rebeldía que no solo circuló como ícono, también llegó como energía.

 

Hay algo que se instaló o resurgió a partir de las manifestaciones feministas, eso que el filósofo chileno Sergio Rojas -a propósito de los movimientos estudiantiles del 2011- nombró como la «dimensión estética del malestar». Un rasgo inherente de toda manifestación es su vocación por llamar la atención. Desea, busca, ser visible. Podríamos decir que se trata de una situación típica de comunicación: un emisor se propone enviar un mensaje. Pero, si observamos la trayectoria de las actuales demandas feministas encontramos trazada una ruta que busca lugares de salida para los discursos. ¿Dónde está el petitorio? Se preguntaron los hombres rectores de las universidades. ¿Cuál es el límite de la demanda? Objetaron los hombres analistas de la prensa chilena. Lo cierto es que esa energía excede el campo de lo traducible, al menos, bajo las lógicas de la institucionalidad académica y política.

 

 

 

 

Qué duda cabe, son excepcionalmente convincentes los argumentos a favor de las causas feministas. Desde la estremecedora cifra de femicidios hasta los sesgos de género presentes en los sistemas educacionales, la situación de las mujeres es un escándalo. Son problemas concretos, del día a día, que nos afectan a todas y todos. Pero sabemos que hay algo más. Y ese plus tiene forma de densidad estética y está ahí, en los cuerpos apropiándose del espacio público, en las tetas resignificadas, en las caras cubiertas y las personas bailando, gritando y riendo. En efecto, la demanda es bastante más profunda que un petitorio universitario y desborda la posibilidad de las palabras. Se trata de hacer aparecer en la representación estética las voces de las mujeres, excluidas en el campo político. Y aquí no hablo del número de mujeres en cargos públicos o ejerciendo liderazgos corporativos, sino de cómo se ha constituido el orden de las cosas. Precisamente en este reclamo surge el feminismo y su resistencia.

Porque no podemos eludir que en manifestaciones feministas aparece un valor estético que desborda al mensaje mismo. Es decir, no se trata sólo de llamar la atención utilizando una serie de recursos corporales, sino de constituir el mensaje mismo en esos recursos. De ahí que la discusión se desvíe hacia la pregunta por la legitimidad del uso del cuerpo como soporte. ¿Por qué muestran las tetas? Se preguntan muchos y muchas. ¿Por qué usan esos cortes de pelo? Alerta más de alguno. ¿Por qué nos enrostran la sangre de la menstruación? Pues bien, en la puesta en escena de esas formas hay un ejercicio político, que imagina un nuevo orden para los procesos y la organización social. Y eso, sin duda, es un acto de rebeldía.

 

 

 

En la década de 1970, la escritora italiana Natalia Ginzburg planteaba un contrapunto a la demanda por la legalización del aborto. Si bien apoyaba la causa, Ginzburg rechaza la consigna el vientre es mío y, por lo tanto, hago con él lo que quiero. En su contra, argumenta: «también la vida es nuestra, y ninguno de nosotros consigue hacer con ella lo que quiere». El punto me hace reflexionar en la siguiente dirección: en la actual expresión del movimiento feminista, las necesidades no tienen por delante el imaginario neoliberal del sujeto individualista. Es más, me atrevo a decir que son una expresión de su resistencia. Las prácticas corporales que se expresan en las marchas son formas de hacer del malestar privatizado un descontento público y politizado, que nos hacen parte de una historia colectiva, donde hija, madre, amiga, abuela se encuentran. La sensación, la energía, de estar haciendo historia -creo- emana de esa comunión. Si de algo nos ha despojado la globalización económica y cultural, es del reconocimiento de un espacio y tiempo común. Pues bien, en esas marchas yo me siento parte de una historia.

 

Vuelvo, entonces, al recuerdo de Julia Kristeva. A ella la leí como estudiante universitaria, en esos mismos espacios que hoy son acertadamente denominados sexistas. Me gustaba, pese a que los profesores tendían a aludirla con un tono ninguneador. Me gustaba, aunque siendo una reconocida intelectual era apenas incluida en las bibliografías de los cursos. Me gustaba y me gusta porque propone un espacio donde pensar lo ininteligible, lo que nos pone nerviosos. Y eso es el feminismo radical.

 

 

 

 

 

 

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