Que la historia no diga que fuimos amigas - Galio
Columna
23/06/2023
Texto: June García Ardiles Fotografía: Verade
Texto: June García Ardiles Fotografía: Verade
23/06/2023

Que la historia no diga que fuimos amigas

Es junio y de repente todo se llena de arcoíris, comparto memes de “cállate hetero” y tiktoks con Born this way como himno. Es junio y el mundo se sacude recordando los colores de la bandera LGBTIQA+, difundiendo escritores y escritoras de la disidencia sexual y armando conversatorios con nosotres. Es junio, pero yo soy bisexual todo el año, y cargo con los dolores y alegrías de eso siempre.

En el verano viajamos de vacaciones con mi polola al sur.

Tomamos un avión a Osorno para escapar del calor santiaguino. Paramos en la Feria Rahue, compramos sopaipillas, vimos abejitas jugando sobre unas flores de zapallos y subimos a un bus que nos dejaría en Bahía Mansa. Pasamos la noche ahí, a la mañana siguiente partiremos en lancha a una playa paradisiaca y muy escondida llamada Caleta Cóndor.

Llegamos temprano al muelle, nos sacamos fotos emulando ser pingüinos y antes de entrar a la embarcación, ya estamos mareadas. Buscamos dos asientos, nos agarramos de las manos e intentamos dormir con la cabeza apoyada en la otra. El océano nos acompaña tranquilo y despertamos en la entrada del Río Cholguaco.

“El verde era atroz, hermoso, tantos tonos que era injusto llamarlos a todos por el mismo nombre”, dice Mariana Enríquez en Nuestra parte de noche. Pensamos en eso todo el rato mientras estábamos ahí; ansiábamos el verde urgentemente, y el lugar era exactamente lo que deseábamos para nuestras vacaciones.

Reservamos una pieza en un hostal y nos dan una con dos camas: una matrimonial y una single. Al llegar, la mujer encargada del alojamiento nos pide disculpas porque solo había preparado la cama grande. Le digo que no se preocupe, que está bien así. Sus ojos de disgusto nos dejan bien claro qué piensa, solo agrega: “ah, pasen”.

Por cuatro días somos las mejores huéspedes, pero no hay buenos modales que subsanen la homofobia: la señora nos odia sin disimulo alguno.

Con la Gabi no nos lo tomamos muy en serio. Queremos descansar y pasarla bien, y eso hacemos. Dormimos 12 horas diarias, tomamos sol en la playa, leemos, hacemos unos trekkings monstruosos, conversamos y comemos frituras. Vemos muchas familias, grupos de amigues, viajeros solitarios y varias parejas, pero ninguna como nosotras. Nos preguntamos si somos las únicas ahí, y sentir que así era, nos pone un poco nerviosas.

Caleta Cóndor solo tiene electricidad de paneles solares, durante la noche se corta la luz y lo único que la ilumina son las estrellas y la luna. Es una oscuridad total, una belleza rara en un mundo tan plagado de contaminación lumínica. Una noche arrendamos una tinaja caliente y nos vamos a relajar y remojar mirando el paisaje. A lo lejos escuchamos el mar y risas de las personas del camping, pero de vez en cuando sentimos que nos iluminan directamente para observarnos.

Si realmente llegáramos a estar en peligro, ¿dónde iríamos? ¿A quién le pediríamos ayuda? No tendríamos cómo saber si alguien nos auxiliaría o si por el contrario, nos pondría aún más en riesgo.

Hacia el final del viaje vemos a unas cuantas chicas juntas y nos preguntamos, susurrando, ¿amigas o pareja? Siempre queremos apostar por lo segundo. Si las vemos tomarse de las manos o hacer algún gesto más romántico, nos preocupamos de que ellas también nos vean haciendo lo mismo. “Están mirando hacia acá, dame un beso” y hacemos la performance más exagerada para que no les cupiera duda alguna: estamos acá, podemos ser un espacio seguro para ustedes.

Al cumplir seis meses pololeando, vamos a comer completos y escribo su nombre con kétchup sobre el mío. Estamos felices y queremos sentir el aire de la noche antes de volver a la casa, así que caminamos desde Manuel Montt a Salvador, tramo corto, iluminado y conocido, pero ese viernes se llenó de ojos acechadores, hombres violentos y borrachos, gritos y una sensación de inseguridad latente.

Me subo a la micro con la adrenalina bombeando y cuando ya el peligro había cesado, me largo a llorar.

Una reacción así puede parecer exagerada, pero las cifras en Chile son desoladoras. Primero, porque son pocos los estudios o informes que existen. Segundo, porque la realidad que muestran habla de un país donde la violencia física es constante y sostenida por los discursos de odio, las discriminaciones laborales e institucionales, las marginaciones en los establecimientos educaciones, el acoso en los espacios públicos y las agresiones comunitarias. Durante el 2022, disminuyeron las denuncias por discriminación contra la comunidad LGBTIQA+, pero aumentaron los crímenes de odio.

* * *

Nos pesan esos números, se nos marcan en la piel, habitan algún lugar de nuestro cerebro. Los siento en mí cuando le rechazo la mano a mi polola en un uber, cuando nos escurrimos por la disco de las miradas acosadoras o cuando decido ir a una breve distancia de ella en la calle. Finjo y pienso: ojalá no se me note en la cara que me encantaría estar abrazada a ella caminando.

Que no vean que la amo.

Se me aprieta el corazón porque lo único que realmente quiero es que todes sepan que la amo. Se lo gritaría en la calle y le tomaría la cara para darle un beso con la ráfaga de los autos pasando por el costado. A veces lo hago, menos de las que me gustaría.

* * *

Me he enamorado de hombres y de mujeres, he pololeado con hombres y con mujeres, he tenido citas con hombres y con mujeres. Puedo delinear bastante bien lo diferente que es con unos y con otras. Entiendo perfectamente lo distinto que es el mundo conmigo cuando ando con un hombre, que cuando estoy con una mujer. Nunca temí durante las vacaciones con alguno de mis pololos y no porque ellos me dieran seguridad, sino porque esa relación no resultaba amenazante para una sociedad tremendamente heteronormada.

* * *

Volviendo de Caleta Cóndor, el viaje en lancha fue caótico y simplemente terrorífico. Estábamos a merced del mar y nos encomendamos al talento de la joven que manejaba serena y del perro que iba relajado en el techo, sin amarrar, como si su vida no estuviera en riesgo como las nuestras. No queríamos morir, pero parecía una posibilidad muy cercana con las olas azotando por los costados y la amenaza de darnos vuelta.

–Jóvenes escritoras mueren ahogadas en San Juan de la Costa –le digo bromeando a la Gabi.

–Encuentran sus pertenencias en el fondo del mar –añade ella, dramatizando.

–Ojalá en la tele no digan que éramos amigas.

–La Cata y el Martín lo desmentirían, dirían: “ellas eran pareja, no invisibilicen su amor”.

–Después se harían ricos publicando nuestra correspondencia amorosa.

 

Llegamos a Bahía Mansa apenas aguantándonos las náuseas, pero agradecidas de la firmeza de la tierra que nos recibe.

* * *

Ya instaladas en nuestro nuevo alojamiento, bajo a pedir algo para la once.

–¿Y su amiga qué va a querer? –me pregunta la señora de la hostería.

–A mi polola le gustaría un té y unas sopaipillas. Muchas gracias.

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